Pasear por La Condesa, por san Marcos, por Ordoño es muy agradable, pero, cada vez más, un sinvivir. De repente, en un pispás, aparece una bicicleta o un patinete eléctrico, de esos que están de moda. Todos velozmente. Son un riesgo para la seguridad de los peatones y para la de ellos mismos. Ellos no saben si te vas a girar a la derecha o a la izquierda, si te vas a detener o te vas a agachar a abrocharte los cordones; si se va a atravesar un perro de los que van sueltos o de los que van sujetos con una correa extensible. Da igual a la hora que sea. Me muevo por esos lugares, al menos, cuatro veces al día, y siempre me encuentro ante este tipo de situaciones. Jamás me he encontrado a un policía local “disuadiendo”. No se puede generalizar con los ciclistas, ni tampoco, con los dueños de las mascotas. Por ejemplo, también, todos los días, me encuentro a ciclistas que van por La Condesa, pegados al borde, a una velocidad moderada, razonable: pendientes de los peatones. Independiente de cuál sea su regulación legal a mí estos casos no me producen desagrado ni temor. Igualmente, con mascotas que no van atadas en lugares donde si debieran ir, pero se percibe que están adiestradas por sus dueños que, en todo momento, están atentos.
Los “millennials” son los protagonistas de nuestro tiempo. No hay semana que no aparezcan en algún reportaje, programa de televisión o de radio. Comentando sus cualidades, sus gustos, su actitud ante la vida. Gente espontanea, natural: gente que hace-lo-que-quiere. Qué primores. Hace unos días tuve una singular experiencia: viajar en tren, en un asiento junto a un “millennial”. Los dos en el sentido de la marcha, ella a la izquierda, en la ventana; yo a la derecha, pasillo. Se quita los zapatos. Sube los pies a la butaca. Soy uno de esos miles de españoles marcado por una educación autoritaria y gris, a quienes no nos dejaban quitarnos los zapatos en lugar público y, mucho menos, subir los pies al asiento. Y quedamos marcados de-por-vida, al menos yo.
El caso es que mi compañera de asiento se acurruca en esa postura que se conoce como en-posición-fetal. Esta linda criatura, en un determinado momento me sorprendió con una curiosa maniobra. En posición fetal se giró hacia la ventana dejando junto a mí su espalda y también la continuación natural de su espalda, ese lugar por donde los humanos ventosean y, en ese momento, a mí, que, como ustedes saben, tengo ciertas inquietudes intelectuales, me dió por pensar si los “millennials”, en su originalidad, ventosearían o eso sería únicamente típico de otros eslabones de nuestra especie. Inmediatamente reaccioné, no quise dar tiempo a que la realidad resolviera mis dudas. Por ello me atreví a decirle “Oiga”. La verdad es que tardé unos segundos porque no sabía qué tratamiento darle a ese angelito, no quería enredarme en las identidades, los géneros y tal. Después de decirle un neutral “oiga”, por dos veces, la chica bajó los pies inmediatamente. Para mí, fue una demostración de que, en efecto, los “millennials” son seres con cualidades extraordinarias: entienden a la primera y, además, oyen a pesar de llevar auriculares. Todo un fenómeno. Maravilloso.
Viajando en tren se aprende un montón. Es un baño de realidad. Aprendes desde recetas de cocina hasta cómo resolver ciertos conflictos de manera “extrajudicial”. En uno de mis últimos viajes (soy viajero frecuente y tengo para contar historias para todos los gustos) el señor del asiento 4 A le dijo a su interlocutor que, si el juez no le daba la razón, él le iba a pasar el tractor por encima (sic); me quedé con la curiosidad de si al juez o a la parte contraria… En las conversaciones no se respetan las mínimas normas de cortesía y ni siquiera las disposiciones elementales de la ley de protección de datos, perdón por la disgresión jurídica. Observo a estas gentes que tienen esa capacidad de abstraerse, de hablar por teléfono, a voz en grito, en un vagón del tren, sin inhibiciones, sin pudor, como si estuvieran en la intimidad de su casa. Me pica la curiosidad. Quizá estemos ante otro nuevo estadio de la evolución humana y todavía no le hemos descubierto.
Se pone a prueba el aguante de los otros viajeros. Si uno es capaz de ir desde Palencia hasta Pamplona escuchando a una paisana contar -con todo lujo de detalles- a su interlocutor telefónico, cómo prepara el pollo al chilindrón, a lo largo de tantos kilómetros y horas (tres), digo yo que a uno le deberían dar algo, un reconocimiento, un premio: un descuento en el próximo billete, un vale para tomar un café -o una tila- en el vagón cafetería. Uno pensaba que no había viajes más pesados que esos trenes expresos con compartimentos cerrados donde se podía fumar, con un olor típico: mezcla de bota de recluta y de fiambrera (soy de un tiempo donde a los tuppers se les llamaba fiambreras). Nada que ver. Otro vendrá que bueno te hará.