@MendozayDiaz

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miércoles, 31 de mayo de 2017

Estudiantes que estudien.

La universidad fue, durante años, el reducto de esperanza de lo que tarde o temprano habría de venir. Hoy, y desde hace décadas, se ha convertido en un producto-de-primera-necesidad. Y, periódicamente, cuestionada porque -dicen- “no sirve para nada”… Las urgencias de nuestra sociedad han sustituido el pensar por el hacer: “¿qué sentido tiene financiar una institución dedicada al pensamiento en una sociedad que no tiene tiempo para pensar porque tiene mucho que hacer?”.

La universidad ha de convertirse en el lugar donde se aprenda a ejercer un modo de ser. La mentalidad universitaria no se puede impartir. No es un saber técnico que se pueda endosar mediante instrucciones o reglamentos. La enseñanza es un contagio; se trata de contagiar una afición y, para eso, es imprescindible, ante todo, tenerla. La clave está en que el profesor transmita al alumno esa sensación de que lo que hace también lo haría gratis, porque le gusta. A la hora de la verdad, la educación tiene como protagonista al profesor. “Personalizar” la enseñanza no es llegar a una relación profesor-alumno que permita al primero adivinar los pensamientos del segundo, o viceversa; supone establecer una relación que permita plantear el trabajo como un esfuerzo conjunto, que sitúe a cada alumno no sólo más cerca del profesor, sino -sobre todo- en una relación más personal con los demás alumnos.

Pero, en general, la realidad es otra cosa… Los exámenes siguen siendo hoy, dueños y señores de la universidad. La clase sólo es un mero anuncio de lo que se llevará al examen. La única variante posible de esta conversación es si el examen escrito será o no en forma de test…Además, el estudiante continúa erre-que-erre con la vieja reivindicación de “una asignatura, un libro”. Una de las principales preocupaciones del estudiante es enterarse de cuál es “el libro” de cada profesor. Y, a falta de éste, aspirará a contar, al menos, con unos apuntes que le sirvan de sucedáneo (“¿Puede usted repetir?”). Parece, pues, que, a algunos estudiantes, el único “saber” que realmente les interesa es el saber a qué atenerse…Muchos estudiantes no saben leer, ni parece importarles. Leer poco, clarito, en castellano y a poder ser en letra grande. El déficit de lectura y el progresivo aumento de la formación audiovisual va haciendo estragos. 

A la universidad sigue llegando todo hijo de vecino, sea cual sea su capacidad intelectual. Pero el resultado final, si no es justo, es al menos igualitario: todos los que entraron reciben una titulación, en muchos casos, insuficiente para trabajar. Lo de menos es cómo funcione el servicio, lo importante, eso sí, es que sea ¨público”. Pero esta derivada da para otra reflexión. El único modo eficaz de garantizar que ningún talento quede fuera, es, por lo visto, que no quede fuera nadie… Si todo el mundo es bueno para entrar en la universidad, todo el mundo será bueno para seguir en ella hasta terminar una carrera. Todo parece resuelto: el modelo garantiza la igualdad de acceso (nada de selectividad) y la igualdad de salida (nada de cursos o asignaturas selectivos). Sin embargo, en nuestra universidad existe, por supuesto, selectividad a pesar del tabú imperante. Y, en mi opinión, tal selectividad es injusta e irracional. No hay trabajo para todos. Y dado que los títulos no seleccionan, la selección se impondrá por otros criterios, “el día después”, a través de las relaciones familiares o políticas. 

Los motivos que aconsejan una selección del alumnado son, al menos, estos: Uno, falta de capacidad de todos los ciudadanos para poder asumir el nivel de exigencia que a enseñanza “superior” lleva consigo. Dos, falta de capacidad de los centros para albergar a todos los peticionarios, sin renunciar a llevar a cabo en su integridad la tarea que justifica dicha demanda. Y tres, falta de capacidad de la sociedad, para ofrecer a todos los titulados el puesto profesional a que su formación prometía encaminarles, ocasionando así frustraciones personales y derroche de recursos.

Por último, urge favorecer que el estudiante sea capaz de dar sentido profesional a su trabajo, y que -con sus derechos- se sienta comprometido a asumir sus responsabilidades cívicas. Todavía se sigue escuchando aquello de si tu hijo estudia o trabaja… Se entiende que estudiar no es trabajar, ni ser estudiante asumir hábitos y responsabilidades profesionales. La verdad, y lo afirmo con tristeza (pensando en su bien), algunos viven en una especie de minoría de edad hibernada. Un ejemplo: el trabajador que acude a la huelga asume un claro sacrificio: pierde su correspondiente salario, le cuesta dinero. Esto garantiza que este derecho fundamental se ejerza con responsabilidad y prudencia. Sin embargo, el estudiante que aclama en asamblea la propuesta de una huelga, no se juega un colín. De hecho, está utilizando como pintoresco medio de protesta las vacaciones pagadas. El derecho de huelga ejercicio en esas condiciones es, cuando menos, curioso… Y otro ejemplo más: la ingeniería académica construye puentes por delante o por detrás mientras los trabajadores-de-verdad siguen faenando. Si algún profesor insinuara que dará por explicada la correspondiente parte del programa, será acusado de recurrir a intolerables represalias “fascistas”. 

Conceptualmente, la calificación de la enseñanza universitaria como “enseñanza superior” marca un salto cualitativo respecto a los estudios “medios”: profesor y alumnos acuden a clase, con la lección bien leída, dispuestos a abrir un diálogo crítico -capaz de aumentar la comprensión de lo ya estudiado- a descubrir problemas ocultos bajo las soluciones hasta ahora conocidas y a abrir posibles nuevas vías de enfoque. A la enseñanza superior se le supone un nuevo modo de trabajar. Visto lo visto, este tipo de enseñanza superior no es más que una enseñanza “posterior”. Mejor llamar a las cosas por su nombre.

Publicado en "Diario de León", hoy, miércoles 31 de mayo del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/estudiantes-estudien_1164318.html

martes, 9 de mayo de 2017

"La huella de Roma. Oro" de Pedro José Villanueva.

Tres jóvenes de nuestro tiempo Lucía, Daniel e Izán inician su aventura en el entorno del Castro de Degaña, en los montes de Fondos de Vega, cerca de Larón, en el Concejo de Cangas del Narcea, un espacio denominado “La Cabuerca”, un lugar donde hay restos de explotación de oro por los romanos. Cerca del hoy Parque Natural de las Fuentes del Narcea.

Caen en un pozo. Viajando en el tiempo. Tan actual, tan siempre de moda. Otro deseo permanente, como volar. La suerte de vivir en un entorno donde la Historia, en cualquier momento, nos sale al encuentro. Descubren que estaban en el monte Medulium, en Bergidum, cerca de Asturica Augusta, en el año 78, época en que la explotación de Las Médulas estaba a pleno rendimiento. “Aurum”: oro del imperio, oro que servía para comprar toda clase de utensilios, para pagar la tropa y para mantener, en definitiva, tan vasto imperio.

Y como señala la historiadora Josefina Velasco, autora del prólogo, la habilidad de Pedro José Villanueva consiste en que, a través de su relato, nos enteramos de cómo vestían, comían, se divertían trabajaban, en qué casas vivían y cómo se relacionaban entre sí romanos y lugareños. Los romanos dejaron vivir a los pueblos a cambio de su trabajo, sus tributos, su sometimiento. Al final, dominador y dominado aprendieron a vivir unos de otros.

Así, conocemos las actividades más importantes de una vida en una casa romana, la del Procurador responsable de la explotación y administración de las minas de oro de las Médulas. Y sus ropajes. Nos aproximamos a su alimentación a través de una cena romana que presencian nuestros jóvenes protagonistas, a base de ricas carnes de cordero, corzo y venado, aves como el faisán y la perdiz, y por supuesto ricos quesos y dulces, todo ello regado con vino del Bierzo. Costumbres que contrastan con las de los lugareños que les ofrecen tortas de castañas y leche de cabra para reponer fuerzas.

Dos personajes han llamado mi atención. Dientes, el perro alano atigrado. Y el maestro Efestión, un griego que había sido hecho esclavo en otro tiempo y que ganó su libertad enseñando a los descendientes de una rica e importante familia romana. Un sabio, lector de Santiago, uno de los seguidores de un filósofo de la época llamado Cristo. Y “visionario”: preocupado por canalizar el agua de los montes del Bierzo para uso agrícola…Toda la vida del valle giraba en torno a la minería y extracción del oro, pero el maestro sabía que no podía durar eternamente, en un tiempo en que también la política era difícil de entender, según el maestro Efestión.


“La huella de Roma. Oro” no es únicamente una novela histórica, sino que también promueve valores a través de las peripecias de nuestros jóvenes protagonistas: como el esfuerzo y el trabajo en equipo que consiguieron unir a los tres amigos. Una amistad que se había forjado -ante la adversidad- a base de responsabilidad, lealtad y compañerismo.