@MendozayDiaz

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martes, 26 de diciembre de 2017

Tiempo de Navidad.

Hay una palabra que utilizamos con frecuencia, la palabra “fracaso”, que es una expresión ambigua e imprecisa. ¿Cómo se puede saber cuándo un hombre ha fracasado, o cómo fracasan los hombres? ¿Cómo saber si hay fracasos sin remedio? ¿O cómo saber si no hay algunos fracasos que son el origen de inesperadas victorias, unas victorias sin estrenar todavía? No sabemos cómo sacar de dentro del corazón muchos obstáculos, muchos desengaños, muchas dificultades que parece que van a ahogarnos. La vida de cada uno de nosotros lleva una sobrecarga. Sobrecarga, por ejemplo, de propósitos incumplidos. Cuántas veces nuestra vida hace agua por un cargamento de propósitos que no tuvieron realización. Otras, nuestra vida hace agua porque hemos ido acumulando desengaños de los que no hemos sabido aliviarnos. Muchas veces, se convierte en una pesada carga. Cuántos nerviosismos de hijos contra padres, de padres contra hijos, de mujeres contra maridos, de maridos contra mujeres, se podrían convertir en sosiego y alegría, en calma. Necesitamos más calma para entendernos. Podemos entendernos, podemos ser amigos: podemos querernos.

Cuando se mira al hombre con mirada amistosa se ve que los hombres somos gente herida. Heridas que no se reflejan en el curriculum y, concretamente, algunas de las heridas que más duelen, las interiores. Heridas que no se ven. Heridas que no son asequibles a una mirada cualquiera, superficial. Dentro de nosotros hay una dura batalla, y el enemigo máximo, el más cruel en dañarnos, somos nosotros mismos. Una de las raíces íntimas del agobio y del estrés de los hombres es el desconocimiento de las cosas. No vemos las cosas como son. Nuestra visión de la realidad es una visión ordinariamente parcial, defectuosa. Frecuentemente el hombre vive con el sentimiento íntimo de su soledad, con el sentimiento íntimo de su radical desamparo. ¿Quién comparte de verdad nuestros fracasos? ¿Quién comparte de verdad nuestras dudas? ¿A quién sentimos verdaderamente compenetrado con nuestras perplejidades? ¿Quién nos puede decir cómo somos de verdad? ¿Quién nos puede decir lo que hay en nuestra vida de valioso o, entre las cosas que hacemos, las que tienen auténtico valor? ¿Quién nos podrá decir de verdad cuáles son, entre las cosas que estamos haciendo, las engañosas o ilusorias? Vivimos la sensación, honda íntima, de la soledad en un duro desamparo.

La mayor parte de nuestros dolores íntimos están causados por nosotros mismos, y muchas de las quejas que tenemos contra la vida, si nos examinamos con sinceridad y valentía, nos damos cuenta de que provienen de nuestro estado interior, de que edificamos la vida sobre la arena y estamos acongojándonos por cosas que en su mayor parte no tienen verdadera importancia. A nuestro alrededor hay muchos hombres que necesitan alivio, y sería importante que cada uno de nosotros viese si no se ha acostumbrado tanto a disculparse, a estar atento sólo a sus propias heridas, que tiene ya el hábito de dar un rodeo, el hábito de pasar de largo, tan endurecido, que le parece que a su alrededor no hay hombres necesitados. Cualquiera de nosotros que no encontrase en su camino hombres heridos, debería pensar si no le falta amor. Porque la vida está llena de gente desnuda, desnuda de vestido y desnuda de verdad, desnuda de compañía, desnuda de afecto; la vida está llena de gente herida; herida por desengaños, herida por la traición, herida por su propio difícil corazón.

A veces tenemos la impresión de que amar es hacer cosas grandes, caer en la cuenta de graves problemas. Esta intuición, este presentimiento, puede, algunas veces, hacernos costosa la tarea de aplicarnos a vivir el camino que nos conduciría hasta el amor y hasta la verdad. Habría que hacer enormes esfuerzos, emplearse en tareas agotadoras, porque siempre estamos pensando que lo importante es lo portentoso. La realidad del amor y la verdad están, en la práctica, relacionadas con cosas pequeñas, con cosas cotidianas, con cosas que llenan el quehacer cotidiano. Un día corriente, quizá, sólo podemos ofrecer una sonrisa auténticamente leal desde lo más hondo; o tal vez escuchar a alguien que tiene ganas de contar algo, y escucharle hasta el final; o hablar con alguien que piensa de una manera diferente a la nuestra, y tener en cuenta sus puntos de vista, quizá valiosos, con respeto.

A veces se percibe en mucha gente la impresión de que los días navideños son días de lirismo y de encanto, pero de un lirismo y encanto de poco calado, un lirismo y un encanto a los que falta la verdad que cimiente toda esa formidable poesía y todo ese encanto atrayente. Por eso creo que preparar el ambiente, aceptar el tiempo que nos invita a renacer, es estrenar ojos, estrenar oídos para acercarnos al niño que nace… Feliz Navidad.


Publicado en "Diario de León" el sábado 23 de diciembre del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/tiempo-navidad_1213788.html

lunes, 11 de diciembre de 2017

Ser padres, no entrenadores.

En nuestra sociedad hay un alarmante incremento de la agresividad que se ha trasladado al deporte y, muy especialmente, al fútbol. Es casi una rutina -cada jornada- meterse con el árbitro, con el rival, con el padre del rival, con el entrenador… Las conductas violentas, lamentablemente, no sólo ocurren en el fútbol, pero es el deporte más popular y tiene un gran impacto social. Es de sobra conocido que hay quienes acuden a los estadios a desatar sus instintos de confrontación, sus frustraciones primarias. La pasión mal entendida convierte a los padres en auténticos “hooligans”, en hinchas de comportamiento violento y agresivo, capaces de pegarse o insultar en partidos de niños, en los partidos de sus hijos… Momentos vergonzosos que, lejos de ofrecer a los chavales una sana educación deportiva, muestran la peor lección y la imagen más bochornosa que un hijo puede recibir de su padre: “una pelea entre padres suspende un partido entre niños de 5 años”, “un árbitro de 16 años, agredido por un padre de un alevín”, “uno de los padres que se peleó en un partido de juveniles puede perder un ojo” … 

Al final son los niños quienes pierden: por encontrar malos ejemplos por parte de quienes son sus referentes (sus padres), y, también, porque, a veces, se les sanciona por las acciones de sus padres. Es básico recordar, insistir, que los padres educamos a nuestros hijos con el ejemplo, no con charlas… La actitud respetuosa de las familias resulta clave para evitar la violencia en el deporte infantil. Por ello es importante orientarlas sobre la actitud que deben tener cuando sus hijos practican algún deporte. Y aplaudir -y apoyar- el esfuerzo que están realizando las escuelas de padres para crear un espacio común de diálogo para todas aquellas personas que quieran ser mejores padres. 

Prevenir la violencia en el fútbol base. Prevenir las actitudes agresivas. Lo que entendemos por violencia no se limita únicamente a agresiones físicas, sino que el proceso empieza mucho antes. Hay tres formas distintas de agredir: verbal, psicológica y físicamente. La violencia verbal se produce en el momento en el que se amenaza o critica faltando el respeto e insultando a rivales, equipo arbitral, técnicos, miembros del equipo o, incluso, a nuestros propios hijos. La violencia psicológica es más sutil que la verbal, pero muy habitual, y consiste en menospreciar o insultar a otros en presencia de nuestros hijos, ridiculizándolos cuando no nos ha gustado su actuación, justificar la violencia como una respuesta válida, no intervenir en la prevención de un conflicto, mantener una actitud pasiva ante situaciones que aconsejan y exigen un claro compromiso… La violencia física es el final del camino iniciado con agresiones más sutiles. Es la menos común de las tres, aunque la más visible y la que más impacto tiene: la psicológica no suele salir en los medios de comunicación, pero, quizá, es la más perjudicial para la educación de nuestros hijos.

Todo vale y hemos dejado de lado que un niño juega al fútbol para jugar, para divertirse y, aun sin saberlo, para aprender unos valores que luego le serán muy útiles en su día a día, porque al fin y al cabo el deporte es una escuela de vida. Se puede, y se debe, enseñar a competir y esforzarse siendo honesto y respetuoso. No vale todo. Intentar reconducir las actividades deportivas a los valores que les son propios. Evitar conflictos y encontrar soluciones. El deporte es una buena escuela para la transmisión de los valores que ayudan a las personas a desenvolverse en un mundo adulto, laboral y social. Los padres debemos colaborar para que nuestros hijos descubran valores como el trabajo en equipo, el esfuerzo, el juego limpio, la puntualidad, la generosidad, el saber perder, etc. que tanto bien le harán en su vida… Pedirles que hagan trampas para ganar o incitarles a vengarse de algún rival, nada más lejos de una buena transmisión de valores: al contrario. 

Los valores son cosas buenas que tenemos las personas y que se van aprendiendo con el tiempo, a través de modelos apropiados, de ejemplos a seguir. El deporte es un contexto único para que esos valores se desarrollen y se fortalezcan. Una gran aportación a la formación del carácter de nuestros hijos. De ahí la importancia de colaborar con el trabajo que están realizando las escuelas de padres. Intentar encauzar la pasión de los niños y padres por el deporte hacia valores-dignos-de-tal-nombre en el terreno de juego. Conseguir que los padres se planteen si están actuando bien, si su actitud está ayudando a su hijo… En caso de que no sea así, tomar conciencia es el primer paso para mejorar. Los padres tenemos que “estar ahí”, acompañándolos: como padres, no como entrenadores. Los padres no somos ni entrenadores, ni árbitros: somos padres.

Publicado en "Diario de León" el domingo 1o de diciembre del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/ser-padres-no-entrenadores_1210353.html

sábado, 18 de noviembre de 2017

Andar en bicicleta.

Hace algún tiempo, La Sra. Eustasia (qué pozo de sabiduría…) me contó que una vecina, que caminaba por La Condesa, se encontró con que se le venía encima un chico joven montado en una bicicleta, y cómo el chico atropelló a la mujer y cayeron los dos al suelo. Y la mujer le dijo al chico: "¡Pero hombre...! ¿Es que no sabes tocar el timbre?". Y el chico le dijo: "¡Tocar el timbre, sí sé; lo que no sé es andar en bicicleta...!". Estos días recordaba esta anécdota pensando en la facilidad que tenemos las personas para olvidar lo más importante. Creo que esta breve y jugosa historia nos podría servir para enfocar nuestra vida: no vaya a ser que uno esté atento a lo accesorio y no esté preocupado de lo más importante.

Uno de los peligros que actualmente nos amenaza con más insistencia es el que terminemos dando más valor a las cosas que a las personas. Que las cosas se nos presenten cada vez con nuevos atractivos, y que, sin embargo, las personas vayan quedando en una creciente oscuridad, borrosas y sin fisonomía precisa. Podemos descubrirlo, en cada uno de nosotros, si, aunque sea involuntariamente, nos hemos ido acostumbrando a medir a los demás, por ejemplo, por el dinero. Medimos las cosas por su precio. Y me parece que se está extendiendo también esa manera simplista y cómoda de ir poniendo etiquetas a las personas. De esta forma se podría pensar que muchos signos externos de riqueza son certeza de valía humana. Éste es un peligro que nos acecha a todos y que puede hacer incluso que se consideren como “valiosas” a personas únicamente porque han llegado a alcanzar logros económicos importantes. Y también que muchos se desanimen porque su "cotización" -esta palabra es una palabra quizá dura, pero hay que utilizarla para tener en cuenta que con este criterio se mide a veces a las personas- es una cotización baja, que les permite hacerse muy pocas ilusiones. Me parece que este criterio, que se ha extendido y se extiende mucho, es un criterio gravemente injusto, simplista, que hace que importantes cualidades de las personas queden olvidadas.

Las apariencias engañan. Nos encontramos, en ocasiones, con personas de apariencia común, de cualidades normales, que son perseverantes en la amistad, en el trabajo, gentes que viven en una constante e ininterrumpida lealtad, gentes que, a su alrededor, contagian alegría, serenidad; su vida se muestra a los demás como una luz, como una claridad, como un estímulo. Y, por el contrario, conocemos también gentes con grandes cualidades, de condiciones distinguidas, y que, sin embargo, dan la impresión de vidas descentradas, sobresaltadas, de vidas a las que falta un cierto hervor…

Hemos ido perdiendo la noción de lo que es valioso, y así estamos con frecuencia entretenidos y absorbidos en cuestiones que tienen una importancia muy secundaria, preocupados por la ausencia de algunos bienes materiales, y no sentimos el dolor, por ejemplo, de que nos falte capacidad para amar. No es raro encontrar situaciones en las que estamos lamentando la falta, no sé, del último modelo del "smart phone" de moda, por ejemplo, y no estemos, en cambio, echando en falta a los amigos. Todo esto corresponde a un modo de vivir, insisto, un poco impersonal. Parece que se está perdiendo la señal que podría ser para el hombre la presencia de los demás, el valor de la amistad. Parece que el hombre se ha ido, poco a poco, convirtiendo en mercancía para el hombre. A lo mejor, existe un poco de amistad, pero pensando en que quizá, más adelante, hará falta echar mano de esa amistad. Eso ya no es amistad...

A veces, estamos lejos de las realidades que podrían ser alimento de nuestro vivir mejor, como, por ejemplo, el contacto real con las personas para cultivar la amistad desinteresada, prestándoles atención por sí mismas, no como medios ni como instrumentos. Vivir con los demás, compartiendo, disfrutando: juntos. Todas estas cosas son energizantes. Pero no, todo esto nos queda lejos; y, mientras, estamos a veces divertidos, entretenidos en cuestiones de muy escaso alcance. Podemos empezar a construir una existencia distinta. Ahora. Hoy es siempre todavía.

Publicado en "Diario de León", el viernes 17 de noviembre del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/andar-bicicleta_1204376.html

domingo, 29 de octubre de 2017

Abogados escuchando a abogados.

Lo vengo diciendo desde que los cumplí: pertenecer al exclusivo “Club de los 50” tiene ventajas, muchas ventajas.... Una de ellas es la facilidad para expresar las convicciones sin complejos, sin inhibiciones ni respetos humanos. Al grano: ser abogado no es cualquier profesión. De entrada, la profesión de abogado es la única profesión a la que se hace mención expresa en el texto de nuestra Constitución. ¿A qué no lo sabías…? Y, además, pido perdón por la petulancia, se hace referencia a ella nada más y nada menos que hasta cuatro veces distintas. No una, que ya sería suficiente honor, ni dos, ni tres: sino en cuatro ocasiones. Y, lo más importante, el servicio que los abogados prestamos a nuestros conciudadanos: materializamos el derecho a la tutela judicial efectiva, a pesar de los asesoramientos de “cuñados” y de “lo-leí-en-internet”, que suelen terminar mal, muy mal. Sólo un abogado puede ofrecer un asesoramiento digno de tal denominación: profesional.

Los colegios profesionales son unos grandes desconocidos y no sólo para la sociedad a la que sirven sino también, y eso no deja de ser sorprendente y preocupante, para sus propios colegiados. De vez en cuando nos desayunamos con la noticia que desde Bruselas alguien está impulsando su pronta desaparición, pero, en mi opinión, eso afortunadamente no ha ocurrido. Pienso que las bondades de la liberalización son claramente cuestionables. Pero ése es un tema, quizá, para otro día. 


Estoy orgulloso de mi colegio profesional: el Ilustre Colegio de Abogados de León. El pasado martes organizó un debate entre los candidatos a Decano que, hoy, elegiremos todos los colegiados. Un debate que se celebró en las instalaciones de la institución y que se retransmitió en directo a través de las redes sociales para quienes no pudieran o no quisieran asistir. Abogados escuchando a abogados. Orgulloso de mis compañeros: un edificante ejemplo para nuestra sociedad. El futuro no está, se hace. Y lo hacemos las personas.

En una época en la que parece que no queda nada por inventar, las organizaciones que se distinguen por sus buenas prácticas recurren al intercambio de información, al diálogo, al debate, para ponerse al día y desarrollar nuevas ideas que van más allá de la pura retórica. Compartir para ganar. A veces, olvidamos el valor de la comunicación directa, franca y oportuna, del trato humano, del respeto mutuo, del sentido de equipo. Nos apoyamos, demasiado, en la tecnología y cada vez menos en el potencial de una buena conversación, de un buen debate, de tener la oportunidad de sentir la emoción, los sentimientos de nuestros compañeros.

Hacer las cosas de otra manera, debatiendo, defendiendo ideas, proyectos, puntos de vista, respetando al adversario, escuchando, dando argumentos, tratando de convencer, dando al otro la oportunidad de convencerte. El respeto al otro está en la base de la misma democracia. La Abogacía es una profesión pionera en el uso de la comunicación como herramienta para alcanzar el consenso entre partes en conflicto ya que los abogados, mayoritariamente, llevamos siglos promoviendo la cultura del acuerdo.

Me alegró que el debate contara con la presencia de muchos de los alumnos del Máster de Acceso a la Abogacía de la Universidad de León. Afortunadamente hay jóvenes que están tan ocupados en formarse, en cumplir su propio quehacer, que no tienen tiempo de resolver los problemas del universo porque todo el que tienen disponible lo necesitan para mejorarse a sí mismos. 

En fin, en un tiempo en que se está perdiendo el honor por servir, mi reconocimiento al Decano saliente, D. José Luís Gorgojo Del Pozo, por la labor realizada en años complicados, cargados de conflictos institucionales. Ha sido una autoridad visible y accesible. Ha dedicado su tiempo -lo más valioso que tenemos- a sus compañeros, a intentar hacer del Colegio de Abogados de León un lugar de encuentro. Ésa parece ser la función que el mundo moderno deja para los buenos dirigentes: la de procurar que las personas se conozcan, se ayuden, colaboren y trabajen en equipo.

Publicado en "Diario de León" el viernes 27 de octubre del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/abogados-escuchando-abogados_1199066.html

jueves, 26 de octubre de 2017

El voto de Sosa Wagner.

Hace meses coincidí con el profesor Sosa Wagner en el mismo vagón del tren a Madrid. Él iba sentado en dirección contraria al sentido de la marcha, en una plaza de las que comparte mesa con otras tres, y yo frente a él, dos filas más allá. Desde que el tren se puso en marcha comenzó a leer, un libro en alemán; a continuación, otro en español. Una hora después se levantó, volvió a los pocos minutos, se sentó, sacó un cuaderno de su maletín y se pudo a escribir. Así estuvo durante casi otra hora. Un edificante ejemplo de aprovechamiento del tiempo.

Le observaba cómo escribía: es un declarado grafómano, todo lo escribe, dicen. He disfrutado leyendo varios de sus libros. La última vez, sus “Memorias europeas” (las leí en el verano del año 15): un delicioso relato en el que aprendí desde cuestiones relevantes sobre el funcionamiento de la administración europea, el poder de los grupos de presión (y con ejemplos concretos de cómo se las gastan) hasta cuál es una buena librería en Bruselas o Burdeos; donde se comen las mejores habas tiernas y chanquetes en Jaén, el mejor arroz en la playa de la Malvarrosa o el postre que uno no se puede perder en Estambul. Y también cuestiones más prosaicas como el motivo por el que suele lucir su pajarita. Todo ello aderezado con un caudal de anécdotas y de citas cultas.

Junto a él, pero al otro lado del pasillo, viajaba un joven ciudadano que por su aspecto -y por su olor- pareciera que la última vez que se aseó fue cuando los años empezaban por 19... Pasó el viaje despatarrado, a ratos durmiendo a ratos hablando por el móvil. Y entre una y otra “actividad” bebía de una lata cuya marca yo desconocía (nunca ha existido una época más fértil que la nuestra en la invención de bebidas novísimas y de nombres extraños), eructaba y durante un tiempo perdía la mirada en algún mundo paralelo… Volvía cuando sonaba su móvil: es cierto que las palabras matan más que los estoques. Sus conversaciones le retrataban: su ignorancia era demasiado honrada y deslumbradora. Y no me preguntes porqué, pero comencé a reflexionar sobre si era justo -razonable- que, en unas elecciones, el voto de D. Francisco Sosa Wagner tuviera el mismo valor que el de este personaje. Ahora entiendo por qué se dice que Churchill vacilaba en sus convicciones democráticas cuando conocía y hablaba con un elector.

Salí algo deprimido de ese ejercicio, pensando en lo que le espera a España con una juventud tan toscamente formada. Gentes con mucha información y poca formación. La democracia no es votar, es elegir: pero para elegir hay que conocer. Y el periodo formativo del hombre sólo acaba con la muerte. Nunca se sabe bastante ni se es suficientemente perfecto. La vida es una constante creación de la propia calidad. La técnica ha transformado radicalmente el régimen existencial del hombre. Actualmente se menosprecia lo cualitativo. Estoy en contra del relativismo cultural: somos iguales, pero no somos lo mismo. No podemos cerrar los ojos ante, por ejemplo, la humillación del velo, de la ablación, de los casamientos a la fuerza, o ante generaciones de personas -de electores- culturalmente averiadas. Lo importante para los esclavos del marketing y de la demoscopia, es cambiar el nombre a las cosas para ver si, de esta manera, consiguen cambiar la realidad. O sea, pervertir el lenguaje para pervertir la política. La existencia de instrumentos exteriores de configuración de la opinión ha concluido por modificar el alcance de la soberanía.


Los últimos acontecimientos en Cataluña están siendo una oportunidad para el redescubrimiento y actualización de verdades. Votar es democrático. Y también lo es decidir sobre qué no se vota y dónde reside la competencia para votar una cosa u otra. Con Franco no teníamos democracia, pero tuvimos muchos referéndums. Con diecisiete relatos de una historia común no hay país que afronte su futuro con garantías de éxito. En España hay, ahora, muchas personas que quieren la República como se quiere una corbata verde, sin saber por qué. La forma de estado no es tan importante: lo que importa es la calidad democrática del sistema.

Lo que no cabe es hacer crítica sin apoyarse en una tabla de valores, en unas convicciones. El crítico arranca de unos principios, califica según unos baremos previos. Desde tiempos de Platón se viene repitiendo que el pensamiento es un diálogo del alma consigo misma. Y así lo creo firmemente. Como creo también en la eficacia intelectual y política del diálogo con "el otro". Nuestro país está muy menesteroso de ambas cosas. Debemos de huir de la eyaculación panfletaria. Pienso que hasta las discrepancias más frontales y los juicios más adversos pueden    -deben- formularse con corrección, decoro y distancia. En estas circunstancias, tan delicadas, los comentarios deberían ser, al menos, dechado de objetividad, desapasionados, abiertos. En línea con los valores de nuestra cultura humanista: diálogo, libertad e inteligencia.

Todo ciudadano debe asumir su condición política, tener la posibilidad de votar a aquellas personas que representen mejor que nadie sus ideas, "mancharse las manos" y empeñarse en la lucha de mejorar la cosa pública. Contribuir -con su acción política y/o con su voto- a que el Parlamento esté lleno de ciudadanos que piensen que la política ha de servir para hacer posible lo que es necesario. Sin olvidar que no actuar es otra forma de actuar.

Publicado, en "Diario de León",http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/voto-sosa-wagner_1197968.html el lunes 23 de octubre del 2017: 

miércoles, 18 de octubre de 2017

La vida es bella.

Cada vez más frecuente: matrimonios -aparentemente- consolidados que dan “sorpresas”. En ocasiones, el motivo es que se ignora la verdadera naturaleza de la relación. El matrimonio no es un contrato de servicios sexuales. Suena un poco burdo, grosero. Matrimonio es unidad de vida y amor. El matrimonio es promesa de amor y no sólo pacto o convenio. Hoy en día es frecuente una versión débil y pactista del amor, que consiste en renunciar a que no se pueda interrumpir. Este modo de vivirlo se traduce en el abandono de las promesas: nadie quiere comprometer su elección futura, porque se entiende el amor como convenio, y se espera que siempre de beneficios.

Cuidar los pequeños detalles, todos los días. En la vida familiar hay que poner en juego todas las energías. Un descuido puede ser percibido como una falta de amor o una deslealtad: “si no se acuerda de llamar es que no me quiere”, “que no haya hecho tal cosa es que no le importo”, etc. Los juicios sobre terceras personas suelen ser más condescendientes; frente a la pareja, muchas veces, se es demasiado exigente, severo. Es muy conveniente actualizar el compromiso: cada noche tendría que poder contestar -afirmativamente- a estas dos preguntas: ¿He sabido manifestar mi afecto a mi esposa (o a mi esposo)? ¿Lo ha notado?...

Cuando el amor matrimonial madura, configura un “nosotros” que torna la biografía individual en co-biografía. Este “nosotros” implica la instauración de una obra común, que es esencialmente el bien de los cónyuges y la apertura de la intimidad conyugal a los hijos, es decir, la familia. El matrimonio compromete a integrar la propia biografía en un proyecto común, a fusionar la trayectoria personal en la trayectoria matrimonial. De no ser así, acaba convirtiéndose en una intimidad que se auto complace, en dos egoísmos que conviven.

Es conocida la afición japonesa por el pescado crudo, por el famoso “sushi”. Pues bien, para que los peces se mantengan frescos desde que son capturados hasta llegar a puerto, los grandes buques pesqueros japoneses introducen en los depósitos pequeños tiburones que, lógicamente, se comen unos cuantos peces, pero a los demás los mantienen alerta durante todo el trayecto. Llegan al destino como recién pescados en alta mar. Las dificultades, grandes o pequeñas, nos pondrán a prueba muchas veces. Puede que incluso lleguen a hacernos tambalear. No obstante, si sabemos superarlas nos harán más fuertes, más capaces, más decididos.

Sin orden es imposible ser feliz. Los expertos en orientación familiar hablan de una herramienta eficaz: la agenda. La agenda recoge no sólo los compromisos profesionales, las citas a las que nos convocan, sino también aquellos tiempos que fijamos nosotros mismos para sacar adelante nuestra familia y nuestra vida personal. Si el tiempo de la familia está anotado en el mismo lugar que las reuniones “importantes”, seguro que no pasará inadvertido. Si no, quedará sepultado por las mil urgencias de cada día. Si un cliente quiere quedar a las siete y media de ese día, pero está prevista la vuelta a casa para esa hora, se le puede decir que tenemos otra reunión, lo cual es rigurosamente cierto, y quedar a otra hora u otro día. Si hay que concertar una llamada, es preferible pedir que se llame en horario de trabajo (y quizá apagar el teléfono móvil a partir de cierta hora en casa).

A veces pienso que nuestro caminar por la existencia se parece al del equilibrista, que no tiene que fijar los ojos en los pies ni en lo alto, sino mirar hacia delante, entre la cuerda y la meta. La felicidad tiene mucho que ver con el equilibrio. No encontrarás una persona feliz que no sea alegre. La relación entrañable parte ya en las mismas entrañas. Y jamás es tarde para intentarla, para poner los medios. “La vida es bella”: ese padre que tiene que recrear la vida de su hijo y es capaz, en las condiciones más inhóspitas y crueles, de convertir un campo de concentración en una aventura familiar divertida, en donde el duro entorno es usado como punto de referencia del juego. Transforma, por amor a su hijo, lo más aberrante y hostil en una comedia encantadora, donde sólo los adultos conocen la dura realidad que está detrás de la apariencia visible. Los padres debemos dar a nuestros hijos el ejemplo de un amor continuado. O, al menos, intentarlo.


lunes, 18 de septiembre de 2017

El trabajo "de mamá".

“Todas las familias felices se parecen; mientras que cada familia infeliz lo es a su manera”. Así comienza una de las mejores novelas de todos los tiempos: “Ana Karenina”. Fue escrita hace más de cien años por León Tolstoi, un gran novelista ruso que supo llegar a las entrañas más profundas de los sentimientos humanos. Tolstoi pensaba que hay muchas maneras de ser desgraciados, pero una sola de ser felices. Yo, por el contrario, creo que todas las personas infelices se parecen y que cada cual es feliz a su manera. Todas las personas infelices se parecen, tienen algo en común: no han sabido superar el egoísmo. La barrera que nos separa de la felicidad siempre es la misma: nosotros mismos. En cambio, cada uno es feliz a su manera. Es lo que cantaba Frank Sinatra en aquella mítica canción que precisamente se titulaba “My way”, “A mi manera”. Hay tantas maneras de ser feliz como personas, porque la felicidad es el sentimiento más íntimo e intransferible.

La infelicidad de muchas personas se resume en que no han encontrado una razón a su vida. Para algunas personas la vida no tiene sentido. Mejor dicho, piensan que el único sentido de la vida es que ésta no tiene sentido, que hay que vivirla sin más. No vale la pena, por lo tanto, hacerse preguntas profundas, porque simplemente no tienen respuesta. Personas que viven medio dormidas, que no encuentran sentido a su vida o que lo buscan en cosas equivocadas. No es extraño que piensen que la vida no tiene sentido, porque encontrarlo no es fácil. Parece algo evidente, pero hay muchas personas adultas que no han madurado, que no han dado ese paso tan fundamental, que siguen echando balones fuera, que siguen culpando a los demás de lo que les pasa, que no son capaces de asumir responsabilidades. Uno no puede madurar hasta que no acepta que es el responsable de su vida, hasta que no deja de echar las culpas a otro de lo que le ocurre, hasta que no asume que sólo él o ella, y nadie más, responde de sus actos.

Aunque lo parezca, la realidad no es inamovible por la sencilla razón de que nosotros pertenecemos a ella. Por lo tanto, si nosotros cambiamos, la realidad tiene que cambiar también. La cuestión está en aprender a influir en la realidad para que ella no nos influya negativamente. Aquella frase clásica que dice serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar, fortaleza para cambiar lo que sí puedo y sabiduría para distinguir la diferencia. La mayoría de las recomendaciones tienen una cosa en común: para ser felices tenemos que salir de nosotros mismos. Una manera en que se puede aportar un sentido a la vida es dedicarse a amar a los demás, dedicarse a la comunidad que nos rodea y dedicarse a crear algo que nos proporcione un objetivo y un sentido.

Ser feliz se parece a regresar al hogar. Todavía hay hombres que cuando se involucran en las tareas domésticas, y en la educación de los hijos, lo hacen con la conciencia de estar actuando como suplentes, ya que la responsabilidad titular del cuidado de los hijos corresponde a la madre, a la que ellos ocasional y graciosamente “ayudan” …. Un padre debe responsabilizarse en cuanto padre y no como una madre “de segunda categoría”. Qué triste que un padre no inculque en sus hijos el valor del trabajo “improductivo”, en el sentido de mal pagado y no siempre agradecido, pero generoso y abnegado de la madre. Unas dedicadas en exclusiva al trabajo en el hogar y, otras, la mayoría, compatibilizándolo con sus trabajos profesionales. Conciliando o, al menos, intentándolo. Como le escuché hace años a un orientador familiar: las madres cocinan para que otros coman, limpian para que otros ensucien, ordenan para que otros desordenen, reparan para que otros estropeen, organizan para que otros desorganicen, entretienen para que otros no se aburran, cuidan para que otros no enfermen, dan compañía, seguridad, cariño; enseñan a trabajar, enseñan a vivir…Y todo eso para que, en algunos casos, el cretino de su hijo, preguntado sobre en qué trabaja su padre diga (por ejemplo): “trabaja en un supermercado”; y sobre su madre (dedicada al trabajo en casa) diga: “no trabaja en nada…”.

Tenemos la responsabilidad de valorar, ante nuestros hijos, con gestos claros, explícitos, el trabajo doméstico, independientemente de cuál de los padres lo realice, porque es tarea de ambos. Como en tantas cosas de la vida el mejor gesto es el ejemplo, encargándonos de tareas concretas. Por ejemplo, limpiando un baño que, además, no es tarea exclusiva de papá o mamá: los hijos también tienen que responsabilizarse a través de sus propios encargos en la casa. Si no lo hacemos, los hijos entenderán que servir por cariño, hacer amable la vida a los demás, hacer compañía, preocuparse por algo que no sea uno mismo, es un desperdicio improductivo muy distinto -inferior- al del trabajo fuera del hogar.



Publicado en "Diario de León el domingo 17 de septiembre del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/trabajo-de-mama_1188626.html

martes, 5 de septiembre de 2017

La suerte de vivir en León.

Tengo la suerte de vivir y trabajar cerca del río Bernesga a su paso por la ciudad de León. Seis, ocho, diez veces al día lo cruzo, en un sentido u en otro. A distintas horas, con luces diversas. Me encanta el Paseo de La Condesa con sus castaños, ahora anticipándonos sus frutos, ofreciéndonos la sombra que tanto se agradece en esta época del año. Hace meses que disfruto con las fotos de Andrés Martínez Trapiello: magníficas, de los rincones más entrañables y pintorescos de nuestra ciudad. Tomadas, habitualmente, a primera hora, cuando sale a pasear con Tosca; y publicadas en su Facebook, casi todos los días.

Hoy, temprano, crucé el Bernesga por la pasarela a ras del río. Me paré y miré las aguas tan cristalinas, la vegetación a ambas orillas. Paisanos pescando. Caminando, otros más rápido. Solos o acompañados. Todos disfrutando del paseo. Más allá, el puente de San Marcos. Si las piedras hablaran. Por allí han pasado y pasan, cada día, miles de peregrinos haciendo el camino. Durante más de veinte años, por razones de mi trabajo, he vivido en varias ciudades, en Europa y en América. No es presunción, quiero decir que sé de lo que estoy hablando: cuánta gente anhela disfrutar de lo que disfrutamos quienes tenemos la suerte de vivir en León. Cerca de la Pulchra Leonina, de San Isidoro, de la Plaza Mayor, de nuestros parques y jardines (¿cuándo fue la última vez que diste una vuelta por el parque de Quevedo?). No es común. Es cierto que falta mantenimiento (mucho), que la limpieza deja mucho que desear (en mi opinión, una de las prioridades de nuestra ciudad). Pero no toda la responsabilidad es de nuestras autoridades municipales: hay conciudadanos que no colaboran, que abusan. Esos mamarrachos que rayan las paredes con frases o dibujos absurdos. Por favor, no les llamen grafiteros, que eso los eleva, pareciera que les otorga una categoría de artistas que no merecen. Me enfado cuando paso por la orilla este del río y veo destrozadas las figuras de madera que con tanta gracia y singularidad embellecían el paisaje y eran juego y agrado para los más pequeños y sus acompañantes. Algún hijo-de-su-madre no tenía mejor cosa que hacer que arrancarles las crines a los caballitos, las patas a los cocodrilos y los cuernos a las vaquitas.


O cada año, por San Juan, al ver cómo la generación-más-preparada-de-nuestra-historia (no sé si reír o llorar) deja las orillas de nuestro Bernesga después del llamado botellón. Los mismos angelitos que durante el año te miran feo si te equivocas al depositar en una papelera una botella en el lugar del papel o donde la basura orgánica. Hipócritas. Nos molestamos cuando un perro defeca y su dueño no lo recoge, pero nada decimos cuando esos miles de bárbaros defecan y más junto al río, en las calles y en-los-portales-de-los-edificios-cercanos… O solicitamos a las administraciones más campañas para prevenir a los adolescentes de los males del alcohol y de las drogas, y, sin embargo, en esas “fiestas” son miles los menores de edad que, ante la pasividad de sus padres y autoridades, se ponen hasta el chongo. En fin, no quiero enturbiar el sentido de mis palabras, pero es que me duele que se ponga en peligro algo que quiero y valoro, ante la tibieza de propios y extraños.

León es una ciudad muy agradable para vivir. Y no sólo por su historia, por sus monumentos. León es una forma de vivir, de relacionarse, de convivir. Un estilo de vida. Lo triste es que, a medio plazo, incluso a corto, es probable que esta calidad de vida no sea sostenible porque los indicadores dicen que somos los primeros en ancianos, en bajas de larga duración, en pérdida de población o en menor crecimiento económico. Ante esta situación es inútil lamentarse. Lo que hay que hacer es actuar, democráticamente. Si León, durante las últimas décadas, ha dejado de ser lo que era -o lo que quisimos que fuera- en favor de ciudades como Burgos, Valladolid, Palencia… Pues es muy sencillo, como nuestros políticos no han hecho bien su trabajo: que pase el siguiente. Que-más-vale-malo-conocido-que-bueno-por-conocer. ¡A otro perro con ese hueso! Ese cuento ya nos lo conocemos: se llama voto del miedo y estamos sufriendo sus consecuencias. Afortunadamente, cada cierto tiempo, tenemos la posibilidad de elegir a los representantes que, según nuestro criterio, mejor van a defender los intereses de León o que, al menos, lo van a intentar. A su manera, ¡viva la libertad! Y, si no lo hacemos, para solaz de los actuales, daremos por bueno ese refrán que dice que cada pueblo tiene los gobernantes que se merece.

Publicado en "Diario de León" el domingo 3 de septiembre del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/suerte-vivir-leon_1185341.html

jueves, 31 de agosto de 2017

#OpinionesDeUnOpinante

Ése es el título de mi nuevo libro que ya está imprimiéndose y se distribuirá a finales del mes de septiembre.

Muchas gracias a mi amigo Francisco Igea Arisqueta por escribir el Prólogo.

Y a Eolas Ediciones por su confianza.


jueves, 24 de agosto de 2017

Quiere a tus hijos.

Vivir bajo el mismo techo no es sinónimo de convivir, de participar en la vida del otro, de atenderla como se atiende un negocio importante. Y la situación puede llegar a ser cruel: desconocidos de la misma sangre, bajo el mismo techo y que se supone unidos por el valor del afecto… al frigorífico en común (y siempre que esté lleno), como solía añadir con sarcasmo mi amigo Mario cuando hablábamos de estos temas de matrimonio y familia. Somos los padres los que tenemos que anticiparnos y tomar la iniciativa. Y nada mejor que a través de una conversación entre padres e hijos, que es uno de los fundamentos de la convivencia familiar. A través del lenguaje nos podemos aproximar a su intimidad, a lo que les sucede por dentro, a la vez que se les abre y se da a conocer la propia intimidad. Sin este intercambio fluido las relaciones serán siempre frías y la educación se restringirá a lo normativo, sin la calidez del afecto. Eso sí, la conversación en familia no puede sustituir a la personal, más íntima y que tiene en cuenta las particularidades y la afectividad de cada uno. Dialogar a solas es, antes que nada, para unos padres, disponer atentamente los oídos y atar la lengua, es decir, saber escuchar.

Los mil pequeños asuntos cotidianos son la vida de cada día, es decir, la vida misma, que transcurre habitualmente a través de detalles mínimos que pueden parecer insignificantes, pero que van configurando el carácter, las actitudes y el modo de ser de los hijos. Y el tiempo para educar y compartir con los hijos es un tiempo que sólo cuando ya ha pasado se echa en falta… Y pasa, lo aseguro, con una velocidad asombrosa e inadvertida: se descubre con nostalgia, con tristeza, cuando ya no se tiene. Insisto: hay que rescatar la hora de la comida, todos juntos en torno a la mesa común. Alimentarse es una necesidad biológica. Los animales comen en cualquier parte y les da lo mismo hacerlo solos o en rebaño. Para los seres humanos comer juntos en familia no solo cumple con la necesidad de sentirnos acompañados: la mesa común ofrece un momento especialmente privilegiado para la comunicación. Es un momento clave para demostrarnos que todos nos interesamos por lo de todos, que ninguno nos es indiferente. Es, en la vida de familia, donde cada hijo modela los rasgos de su carácter y el sentido que dará a su vida. El modo del ser del padre y de la madre (con conciencia o sin ella, queriéndolo o no) graba a fuego lento a toda la familia.

Pareciera que hoy los padres sentimos “temor” de nuestros hijos, en el sentido de que no nos atrevemos a “enfrentarnos” con los adolescentes, y así abdicamos de nuestra responsabilidad. Dice un amigo (de mi edad) que somos otra generación perdida; en nuestro caso, porque antes nos mandaban nuestros padres y, ahora, nos mandan nuestros hijos. Para la tranquilidad del momento, siempre será más fácil conceder, dar el gusto o esquivar el disgusto; así se logrará una aparente paz o un espejismo de armonía. Pero la permisividad o el desentenderse del problema no equivale a solucionarlo. Los padres no debemos callar por cansancio ni menos por comodidad. El cansancio es legítimo, pero el egoísmo no. Ante conductas equivocadas de los hijos, los padres, a veces, solemos reaccionar también equivocadamente, con actitudes que nos distancian de ellos, como hacerles sentir que ha disminuido nuestro cariño. La tentación del desánimo y el desaliento -aunque comprensible- no favorece la solución de los problemas de los hijos o con los hijos, porque se puede caer en ese estado de desesperanza en que todo parece un callejón sin salida. No se trata de pasarlas por alto ni de confiar en que el-tiempo-todo-lo-cura, si se esconde la cabeza al problema: hay que corregir. Pero el modo de corregir es tan clave como la corrección misma. Padres que procuran que la vida familiar sea acogedora, pero que se atreven a corregir y a exigir con fortaleza y con cariño, porque no temen servirles con el ejercicio de su autoridad moral, porque quieren a sus hijos.

Publicado en "Diario de León" el miércoles 23 de agosto del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/quiere-tus-hijos_1182959.html

miércoles, 23 de agosto de 2017

Con docilidad de rebaño.

Vivimos desbordados por una cantidad de información inútil que no sólo nos hace perder un tiempo precioso, sino que nos llena de datos que, muchas veces, son inservibles, y de preocupaciones inquietantes que nos distraen en nuestros quehaceres. Es importante tener el suficiente espíritu crítico para separar la noticia del comentario, y el dato de la interpretación. Y estar alerta con algunos tertulianos, con poses de intelectual, que ponen su talento al servicio de lo-que-la-masa-demanda, diciéndole, en cierto modo, lo que quiere oír a cambio de una cierta notoriedad y, en ocasiones, de atractivas ganancias materiales. Y así, muchas veces, nos reconocemos repitiendo lo que acabamos de leer en las redes sociales o escuchar al último tertuliano de moda.

Es evidente que en nombre de la libertad de expresión no se puede hacer, por ejemplo, apología del terrorismo: va contra la naturaleza de las cosas porque hace daño al individuo y a la sociedad, y por tanto ya no es libertad, sino abuso o extralimitación de la libertad. Las cosas son como son independientemente de la subjetiva apreciación de cada uno. Si lo que uno opina está de acuerdo con la realidad, muy bien; si no lo está, mal asunto. Ante preguntas que se refieren a verdades, si uno sabe, dará las respuestas adecuadas; si no sabe, y además no se calla, probablemente dirá tonterías. Existen verdades objetivas, y si mi verdad no está de acuerdo con la realidad, no es tal verdad, aunque sea mía: es un error. Lo que uno opine carece de importancia, porque la opinión no modifica la realidad; lo importante es que uno conozca la verdad, lo que es. No se trata de opiniones sino de conocimiento.

Estamos en una época en que se utiliza con frecuencia un lenguaje poco preciso, excesivamente ambiguo. Lo que está claro no necesita interpretación de ninguna especie. Por lo general, un lenguaje confuso sólo suele expresar una mente confusa. El lenguaje es siempre, queriendo o sin querer, la manifestación del pensamiento. La oscuridad del lenguaje no da profundidad al pensamiento; más bien pone de manifiesto la pobreza de un pensamiento que recurre a la oscuridad para disimular su superficialidad. Y, además, desorienta, a mucha gente. Hoy cada uno tiende a construir como si nadie hubiese hecho ni dicho nada antes. Teorizar al margen de la experiencia. Se ignora que las inquietudes y los más profundos intereses del hombre de hoy son los de todos los tiempos. Algunas de las modas del momento son muy artificiales, muy débiles, expresiones de una estética más que de un modo de pensar. Se construyen mundos mentales ajenos al universo real, jugando con ideas que no responden a las cosas existentes.

Parece ser que hoy el fenómeno de la masificación, de la despersonalización del individuo, del hombre, está generalmente reconocido, a juzgar por los cada vez más numerosos estudios que lo dan por hecho incuestionable. La masa no es propiamente un conjunto de hombres que sabe lo que quiere y a dónde va, o que está organizada con vistas a la consecución de un fin conocido, y que conscientemente obedece las indicaciones de los que están al frente. Cuando un hombre se despersonaliza integrándose en una masa se deja conducir por emociones, por la pasión, y no se da mucha cuenta de lo que hace o del alcance que su acción puede tener. Masa que no piensa y que, con docilidad de rebaño, colabora activamente, de modo lento, pero seguro, en la propagación de teorías, sugerencias, modas y costumbres que están destruyendo los valores de nuestra civilización. 


Quizá ello explique cómo unos pocos puedan lograr tan enorme influencia en el ambiente imponiendo sus gustos, sus intereses, sus ideas, sus juicios, hasta su noción del bien y del mal. Su poder les viene, sobre todo, del conformismo pasivo de la masa que coopera con ellos sin pensar, sin reaccionar. Qué razón tenía mi amigo Mariano cuando recordaba que “lo único necesario para el triunfo del mal es que los buenos no hagan nada”.

Publicado en "Diario de León" el domingo 20 de agosto del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/docilidad-rebano-uiere-tus-hijos_1182289.html

martes, 15 de agosto de 2017

Sonreír.

Las buenas maneras y las formas son mucho más esenciales, significativas y necesarias de lo que se cree. La buena educación sirve precisamente para corregir las reacciones instintivas de la naturaleza humana. Las buenas maneras son manifestaciones externas de respeto hacia la humanidad de los demás. He leído “Sonreír. Amabilidad y buen humor en la vida cotidiana” de Carlo De Marchi. Un libro delicioso, que te invita a pensar. Se puede leer, despacito, saboreándolo, en un par de tardes de verano. Ser amable es más difícil que ser inteligente. Esta afirmación tiene una cierta explicación racional: la inteligencia es un don, la amabilidad una elección. Necesitamos un nuevo humanismo en nuestra sociedad. Promover cualidades sociales como la amabilidad, la cortesía, la cordialidad, la gentileza, la delicadeza, aprender a sonreír. Nada que ver con la afectación, esa especie de ficción benévola y superficial, motivada no pocas veces por el deseo de alcanzar un objetivo pragmático. Ni con el-pelota-de-turno que, por ejemplo, en el trabajo, adula al jefe, le ríe las cuchufletas, etc.

Las relaciones humanas son una necesidad y, sin ellas, la vida no es vivible. A menudo nos referimos a las buenas maneras como cosas de otros tiempos… Sin embargo, hoy, tienen un éxito creciente los cursos que enseñan algunas formas elementales de cortesía, de buen tono, por ejemplo, en la mesa, ya que muchas veces no se enseñan ni en la familia ni en el colegio. El arte de usar los modos, los comportamientos adecuados a cada circunstancia. Lo que llamamos como elegancia, cortesía, buena educación, o con muchas otras expresiones con las que se indican las buenas maneras. No se trata de hipocresías, formalidades ni caricaturas, sino del modelo del humanismo clásico y cristiano de quien no se considera diferente a ninguno de sus semejantes, ni juzga indiferente nada relacionado con otra persona. Hay estudios que concluyen que de esta capacidad para ser amable depende una buena parte del éxito personal. 

Ser amables no quiere decir que tengamos que estar de acuerdo con todos en todo. Tratar bien a una persona no significa decirle siempre que sí, ni mucho menos elogiarla cuando no lo merece. Habitualmente en el trabajo es frecuente que se tenga que decir que no. Lo que suele ocurrir es que de las diez maneras que hay para decir no, solemos escoger la más antipática. Disentir de manera cordial no es una contradicción. Recibir una corrección sobre un comportamiento equivocado del que no me he dado cuenta es un regalo impagable. Aprender el arte del debate: disentir, dialogar contradecir, rebatir con amabilidad. No hay dogmas en las cosas temporales. Un objeto que a uno parece cóncavo, parecerá convexo a los que estén situados en una perspectiva distinta.

Nuestros gestos y palabras no son puras formalidades sin significado. Expresan siempre algo de intimidad de la persona que los realiza. Un gesto que es particularmente significativo es la sonrisa. Alguien dijo algo así como la sonrisa es la línea más corta para unir a dos personas. Gran verdad. Un comportamiento cordial con los demás, con cada persona, por el simple hecho de ser personas. El adjetivo cordial es particularmente significativo porque añade el matiz de implicación del corazón, es decir, de lo más íntimo que existe en la esfera de una persona. Hacer sentir a las personas con quienes convivimos que se les tiene en cuenta y se les aprecia como personas. Para vivir así hace falta luchar. Una lucha decidida contra la tendencia que todos tenemos a “que nos dejen en paz”, a estar encerrados en nosotros mismos, en nuestro propio yo. A ver a los demás como potenciales perturbadores de mi paz personal. El valor esencial, lo importante, no es la autonomía de cada uno como individuo, sino la interdependencia de las personas, que por sí mismas no consiguen ser plenamente ellas mismas. La sonrisa es un gesto fundamental con el que se manifiesta la apertura hacia los demás. 

Esto no sólo es religión. Marco Tulio Cicerón, unos cincuenta años antes del nacimiento de Jesucristo, dijo aquello de que “la justicia es la disposición del alma que da a cada uno lo suyo y tutela con generosidad la convivencia social de los hombres; a ella van unidas la piedad, la bondad, la generosidad, la benignidad, la afabilidad y todas las demás de este género”. Es humanismo, que amplía el habitual concepto de justicia y no lo limita únicamente a los comportamientos codificados y exigibles legalmente. La justicia establece que se dé a cada uno lo suyo, que no es igual que dar a todos lo mismo. El igualitarismo utópico ha sido -y es- fuente de las más grandes injusticias. Como dice mi amigo Mariano, únicamente con la justicia no se resolverán nunca los grandes problemas de la humanidad. La sonrisa genera vínculos, cultiva lazos, crea nuevas redes de integración, favorece la construcción de una base social firme.

Publicado, en "Diario de León", el lunes 14 de agosto del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/sonreir_1180958.html

lunes, 31 de julio de 2017

Tiempo de pensar.

Hace unos días dialogaba con unos jóvenes sobre la diferencia que hay entre ver y mirar, entre oír y escuchar. Cada uno de nosotros está viendo constantemente un montón de cosas que están sucediendo a nuestro alrededor, y, sin embargo, nos pasan inadvertidas, como si no sucedieran. Sencillamente, no las miramos, no ponemos atención en ellas. La atención, pues, es lo que diferencia al oír del escuchar, el ver del mirar.

Hay otro modo de atención, el que nace no de la atracción exterior que sobre ella ejerza un estímulo adecuado, sino del libre querer. Es ese tipo de atención que se pone cuando algo nos interesa de verdad, independientemente de que nos atraiga instintivamente o no; es el caso, por ejemplo, del que se empeña en aprender letón o vietnamita, no porque le divierta saber idiomas o encuentre entretenido su aprendizaje, sino porque tiene un positivo interés en llegar a saberlos. Entonces es cuando, verdaderamente, se muestra la autenticidad de la actitud, en el sentido de que la atención es verdaderamente la manifestación positiva de un interés real, y no una mera apariencia que no responde a lo que significa. Un hombre puede hacer mucho por otro. Puede hacerlo casi todo, desde pensar por él hasta resolverle la vida. Pero hay una cosa, una sola, que nadie puede hacer por otro: querer. Aquí es donde cada uno se encuentra en absoluta soledad, donde nadie puede esperar nada de otros porque se trata del acto más puramente personal, de la más genuina manifestación del yo en lo que tiene de único.

A veces, vivimos instalados en la superficialidad. Una superficialidad, me parece, que en algunos proviene de la convicción de que saben cuánto hay que saber, razón por la cual no se les ocurre pensar, leer o preguntar nada al respecto; otros porque, sencillamente, no tienen tiempo, ya que lo emplean todo en una atención desparramada en asuntos cotidianos, a los que dan importancia porque son sensibles e inmediatos, y, relegan al último lugar -a ese lugar para el que nunca queda tiempo- lo único que de verdad tiene importancia. Superficialidad por vanidosa autosuficiencia, superficialidad por pura comodidad, por ignorancia.

Somos unos simples transeúntes que se dirigen a una meta. Esa situación de provisionalidad que es la vida del hombre es un hecho evidente. Hubo un tiempo en que no existíamos, y la historia se iba desarrollando como siempre a pesar de nuestra no existencia. Nadie nos echó de menos, ni nadie podía hacerlo. Dentro de algún tiempo ya habremos muerto, y tengo la completa seguridad de que no pasará nada. La vida de la humanidad seguirá más o menos como siempre y, excepto muy pocas personas, y por muy poco tiempo, nadie nos echará de menos. Esta temporalidad del hombre es un hecho, no una teoría; un hecho que no depende de nosotros y que nosotros no podemos modificar. Y este hecho nos lleva a concluir que no somos unos seres independientes. No dependió de nuestra voluntad el nacer. Y no depende tampoco de nuestra voluntad la muerte; ésta se producirá inevitablemente, nos guste o no, queramos o no. Independientemente de nosotros, y antes de que fuéramos, existe una realidad en la que, al nacer, fuimos insertados. Una realidad que podemos reconocer, aceptar, negar, ignorar o combatir, pero de ningún modo eliminar, porque es anterior e independiente de nuestra voluntad, y está fuera de nuestras posibilidades.

No es la atención a verdades profundas lo que caracteriza a la gente de nuestro tiempo; más bien parece lo contrario. Como si su actitud psicológica fuera precisamente evitar, a fuerza de desparramar la atención en mil cosas distintas, que con frecuencia son valores insustanciales. En nuestro tiempo pensar no constituye un objetivo para la mayor parte de la gente. Hay, en su escala de valores, cosas que consideran mucho más urgentes e inmediatas y, también, mucho más importantes: el éxito, la eficacia, el dinero, la fama (que hoy se traduce por notoriedad), el placer, el confort, la política, el poder. En fin, pensar no está de moda, quizá porque nos hemos creado tantas necesidades que ya no hay tiempo de pensar. Pero, atención, porque, cuando el pensamiento está ausente, entonces no hay libertad.

Publicado en "Diario de León" el viernes 28 de julio del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/tiempo-pensar_1177358.html

miércoles, 26 de julio de 2017

Vivir hacia dentro.

Hay un tipo de personas que dan la impresión de estar anestesiados, u ocupados en cosas inútiles o buscando cualquiera de los modos de evasión más a su alcance (alcohol, sexo, drogas o teorías). Habitualmente se trata de gente joven que pretende encontrarse a sí misma en la búsqueda de experiencias nuevas, o intenta afirmarse en actitudes de rebeldía o exasperación, y que, a veces, producen inmensa tristeza, sobre todo cuando a los veinte años -y aun antes- han agotado todas las experiencias y han perdido todas las ilusiones, convertidos en viejos prematuros, con una vida estéril que no sirve para nada porque no sirve a nadie.

Esta civilización que estamos viviendo, en medio de muchas cosas excelentes, resultado de aportaciones pacientemente acumuladas, cribadas y perfeccionadas por muchas generaciones, no tiene como característica el sosiego que incita a la reflexión. No es una civilización que facilite la interioridad; peor aún, me atrevería a decir que, en conjunto, es una civilización que combate la interioridad con medios de una potencia inigualable: con la prisa, con la productividad, con las redes sociales, con la velocidad, con la superficialidad. Y ha dado lugar a este tipo de personas obsesionadas, crispadas, apresuradas, sin tiempo; a este tipo de persona que ya no reflexiona porque se nutre de tópicos o de consignas, o porque se ha convertido ya en un robot especializado en cualquier clase de trabajo, o porque simplemente carece de tiempo, de sosiego y hasta de gusto. Atrapados en ese cepo que la sociedad super-desarrollada-de-hoy ha dispuesto tan sagazmente: vivir hacia fuera, no hacia dentro; sustituir el pensamiento por la publicidad, la lectura por las redes sociales, el silencio por el ruido, la intimidad por la exhibición, las ideas por los tópicos y los argumentarios. Es una espantosa miseria la del hombre moderno, un siniestro legado el que recibe la juventud de hoy.

Hoy el hombre en general, y una parte de la juventud en particular, han destruido las murallas que le defendían y aseguraban su integridad frente a las fuerzas destructoras. Han destruido los “mitos”, han terminado con los “tabús”. Y, en realidad, lo que han destruido, lo que han aniquilado, es la verdad en nombre de la libertad, y para ser “libre” la han sustituido por ilusiones, sueños, optimistas visiones del porvenir, teorías tan brillantes como carentes de fundamento. Hace mucho tiempo que se está edificando sobre arcilla sistema tras sistema, teoría tras teoría. Sólo impresiones, sentimientos, opiniones, teorías, emociones, hipótesis e inestabilidad, todo fluyendo. No hay justicia sin unos principios verdaderos válidos para todos.

Hoy se están empleando palabras grandes y sonoras, pero muchas veces lo que encubren es hediondo. Faltan grandes ideales, metas de gran altura y ambición. Uno acaba vacío y cansado de tanto cambio efímero y de tanto esfuerzo inútil. De estar constantemente elaborando teorías que sustituyan a las que acaban de caducar, y al final todo es un gigantesco artificio, una especie de juego convencional en el que todo son hipótesis provisionales en sucesiva bancarrota. El hombre es libre, pero no es independiente. La limitación y la dependencia son connaturales al hombre por el mero hecho de serlo. Si todo hombre está vinculado a algo, o a alguien, la calidad de la libertad depende de la calidad del vínculo que, al atarle, da la referencia de la elección que el hombre hace. No se dice que un animal, o una planta o una piedra, sean seres libres, aunque, por ejemplo, un perro pueda ir a una parte u otra, o una planta crezca libremente. Y una persona sí puede pensar, reflexionar, conocer, querer; y las personas sí son responsables.


Las estructuras no hacen más que reflejar lo que los hombres llevamos dentro: nuestro concepto del mundo, de las cosas, de nuestras relaciones, de la existencia misma. No nos engañemos. Si un problema se plantea bien, hay muchas probabilidades de que se resuelva bien; pero si se plantea mal, sería un milagro encontrar como resultado una solución adecuada. Si queremos mejorar el mundo, éste que tan injusto encontramos, lo primero que hace falta es que nosotros mismos mejoremos; y luchemos por arrancar de nuestro propio interior la injusticia y el egoísmo, la ley del mínimo esfuerzo y la soberbia, la ira; en fin, todos estos criterios tan de hoy y que tan profundamente se nos han metido dentro. En vez de juzgar a los demás, pero jamás entrar en juicio consigo mismo; acusar a los demás, pero evitar, por todos los medios, contemplar el propio mundo interior, no sea que uno tenga que ocuparse, con urgencia, de sí mismo porque se encuentre tan mal como la sociedad que quiere cambiar.

Publicado en "Diario de León" el martes 25 de julio del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/vivir-dentro_1176721.html

lunes, 24 de julio de 2017

Aprender a ser amable.

Creo que, si preguntáramos, la respuesta sería casi unánime: el mundo necesita amabilidad. Siendo amables seremos capaces de transformarlo en un lugar más feliz en el que vivir; y, si no feliz, al menos, más agradable. La amabilidad es el hábito de tratar a las personas con deferencia y respeto por el hecho de ser personas. 

Para ser amable no hay que inscribirse en ninguna organización, es tan fácil como decidir que se quiere ser amable y comenzar a serlo. Se puede aprender a ser amable. No esconde secretos mágicos, ni siquiera es complicado. Tan solo exige prestar atención a las cosas que se hacen y cómo se hacen.


No debiera pasar un solo día sin que encontráramos una ocasión de ser amable. No hay amabilidad si no es particular. Vamos, que no se es amable “en general”; se es amable particularmente, con alguien. La amabilidad se concreta en la paciencia, la solicitud (“eso” qué-es-lo-que-es: ser solícito es prestar pequeños servicios antes de que te los pidan), el espíritu de servicio y la cortesía. La manera de saludar, la hospitalidad, las muestras de comprensión… 

La amabilidad es una manifestación de confianza en los demás. A nuestra pobre naturaleza humana le cuesta lograr el arte de soportar a los demás. Algunos creen que descubrir defectos es señal de sabiduría, pero nada requiere tan poca inteligencia. Los defectos ajenos no nos llamarían tanto la atención si nos dedicáramos a examinar los nuestros. Pocas veces medimos los defectos ajenos y los propios con el mismo rasero. A veces perdemos el tiempo proponiéndonos hacer mejores a los demás cuando hay tantas cosas en nuestra vida que necesitan ser corregidas, mejoradas. Nosotros primero: basta con ocuparnos de lo nuestro. Amabilidad es la mirada que se fija en el-cómo-sí e ignora el-cómo-no. A veces es más fácil soportar, con paciencia, a los demás que ilusionarnos con que cambien costumbres, formas de ser, adquiridas durante toda una vida. Procura pensar por qué la gente hace lo que hace: es mucho más provechoso que la crítica y fomenta la comprensión, la tolerancia y la amabilidad.

Los gestos amables cuestan menos cuanto más frecuentes son. Cuestan poco y rinden mucho. Una de las maneras más sencillas de ganarse a alguien es recordar cómo se llama y hacerle sentir que te importa. Vale la pena el esfuerzo de grabar el nombre de los demás: vecinos, compañeros de trabajo, el cajero del supermercado, alumnos… Hay veces que no apetece. Entonces toca sobreponerse a las emociones, por difícil que nos resulte. Y no es ninguna hipocresía dejarse regir por la voluntad en vez de por los sentimientos. Una sonrisa puede hacer mucho bien. Es uno de los medios de que dispone la naturaleza para hacer felices a los demás. Cuesta poco y hace mucho: enriquece a quien la recibe sin hacer más pobre a quien la ofrece.

Es más fácil ser educado y atento con los extraños que con quienes convivimos habitualmente. No hay mayor fuente de conflicto que el mal uso de la lengua. Probablemente no sea tan malo golpear a alguien o privarle de todos sus bienes como mermar la buena opinión que se tenga de él, porque es propio de la naturaleza del hombre aferrarse a su honor con más tenacidad que a cualquier otro bien natural. Las discusiones causan buena parte de la infelicidad, especialmente, en las familias. La situación se complica cuando aumentamos el volumen de nuestra voz en vez de esforzarnos por mejorar nuestros argumentos. Hablar es gratis, pero, como habitualmente sucede con lo que no nos cuesta, al final, puede salirnos caro. En inglés la expresión to hold one’s peace, conservar la paz, significa guardar silencio. Tenemos una boca y dos oídos, lo que indica una proporción de dos a uno, que debiera valer también para el hablar y el escuchar. Como dice mi amigo Mariano, cuando no se pueda hablar bien de alguien, lo mejor es callarse.

Nadie se basta a sí mismo. Esta necesidad mutua debe llevarnos a sentir agradecimiento y aprecio por el trabajo de todos aquellos que nos presten un servicio. Me despierto y enciendo la luz, abro un grifo y sale agua, bajo por unas escaleras limpias, camino por unas calles seguras. Detrás hay gente -personas como tú y como yo- que nos sirven con su trabajo. No hay nadie que se sienta tan seguro de sí mismo siempre y hasta el punto de que no necesite nunca una palabra de reconocimiento, una palmada en la espalda o un comentario amable. El simple hecho de que nos digan que estamos haciendo un buen trabajo nos anima a hacerlo mejor. El reconocimiento más insignificante puede tener un efecto multiplicador. Como la doble recompensa de las palabras amables: te hacen feliz a ti y hacen felices a los demás.

Publicado en "Diario de León" el viernes 21 de julio del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/aprender-ser-amable_1175938.html