Hay
una palabra que utilizamos con frecuencia, la palabra “fracaso”, que es una
expresión ambigua e imprecisa. ¿Cómo se puede saber cuándo un hombre ha
fracasado, o cómo fracasan los hombres? ¿Cómo saber si hay fracasos sin
remedio? ¿O cómo saber si no hay algunos fracasos que son el origen de
inesperadas victorias, unas victorias sin estrenar todavía? No sabemos cómo
sacar de dentro del corazón muchos obstáculos, muchos desengaños, muchas
dificultades que parece que van a ahogarnos. La vida de cada uno de nosotros
lleva una sobrecarga. Sobrecarga, por ejemplo, de propósitos incumplidos.
Cuántas veces nuestra vida hace agua por un cargamento de propósitos que no
tuvieron realización. Otras, nuestra vida hace agua porque hemos ido acumulando
desengaños de los que no hemos sabido aliviarnos. Muchas veces, se convierte en
una pesada carga. Cuántos nerviosismos de hijos contra padres, de padres contra
hijos, de mujeres contra maridos, de maridos contra mujeres, se podrían
convertir en sosiego y alegría, en calma. Necesitamos más calma para
entendernos. Podemos entendernos, podemos ser amigos: podemos querernos.
Cuando
se mira al hombre con mirada amistosa se ve que los hombres somos gente herida.
Heridas que no se reflejan en el curriculum y, concretamente, algunas de las
heridas que más duelen, las interiores. Heridas que no se ven. Heridas que no
son asequibles a una mirada cualquiera, superficial. Dentro de nosotros hay una
dura batalla, y el enemigo máximo, el más cruel en dañarnos, somos nosotros
mismos. Una de las raíces íntimas del agobio y del estrés de los hombres es el
desconocimiento de las cosas. No vemos las cosas como son. Nuestra visión de la
realidad es una visión ordinariamente parcial, defectuosa. Frecuentemente el
hombre vive con el sentimiento íntimo de su soledad, con el sentimiento íntimo
de su radical desamparo. ¿Quién comparte de verdad nuestros fracasos? ¿Quién
comparte de verdad nuestras dudas? ¿A quién sentimos verdaderamente
compenetrado con nuestras perplejidades? ¿Quién nos puede decir cómo somos de
verdad? ¿Quién nos puede decir lo que hay en nuestra vida de valioso o, entre
las cosas que hacemos, las que tienen auténtico valor? ¿Quién nos podrá decir
de verdad cuáles son, entre las cosas que estamos haciendo, las engañosas o
ilusorias? Vivimos la sensación, honda íntima, de la soledad en un duro
desamparo.
La
mayor parte de nuestros dolores íntimos están causados por nosotros mismos, y
muchas de las quejas que tenemos contra la vida, si nos examinamos con
sinceridad y valentía, nos damos cuenta de que provienen de nuestro estado
interior, de que edificamos la vida sobre la arena y estamos acongojándonos por
cosas que en su mayor parte no tienen verdadera importancia. A nuestro
alrededor hay muchos hombres que necesitan alivio, y sería importante que cada
uno de nosotros viese si no se ha acostumbrado tanto a disculparse, a estar
atento sólo a sus propias heridas, que tiene ya el hábito de dar un rodeo, el
hábito de pasar de largo, tan endurecido, que le parece que a su alrededor no
hay hombres necesitados. Cualquiera de nosotros que no encontrase en su camino
hombres heridos, debería pensar si no le falta amor. Porque la vida está llena
de gente desnuda, desnuda de vestido y desnuda de verdad, desnuda de compañía,
desnuda de afecto; la vida está llena de gente herida; herida por desengaños,
herida por la traición, herida por su propio difícil corazón.
A
veces tenemos la impresión de que amar es hacer cosas grandes, caer en la
cuenta de graves problemas. Esta intuición, este presentimiento, puede, algunas
veces, hacernos costosa la tarea de aplicarnos a vivir el camino que nos
conduciría hasta el amor y hasta la verdad. Habría que hacer enormes esfuerzos,
emplearse en tareas agotadoras, porque siempre estamos pensando que lo
importante es lo portentoso. La realidad del amor y la verdad están, en la
práctica, relacionadas con cosas pequeñas, con cosas cotidianas, con cosas que
llenan el quehacer cotidiano. Un día corriente, quizá, sólo podemos ofrecer una
sonrisa auténticamente leal desde lo más hondo; o tal vez escuchar a alguien
que tiene ganas de contar algo, y escucharle hasta el final; o hablar con
alguien que piensa de una manera diferente a la nuestra, y tener en cuenta sus
puntos de vista, quizá valiosos, con respeto.
A
veces se percibe en mucha gente la impresión de que los días navideños son días
de lirismo y de encanto, pero de un lirismo y encanto de poco calado, un
lirismo y un encanto a los que falta la verdad que cimiente toda esa formidable
poesía y todo ese encanto atrayente. Por eso creo que preparar el ambiente,
aceptar el tiempo que nos invita a renacer, es estrenar ojos, estrenar oídos
para acercarnos al niño que nace… Feliz Navidad.
Publicado en "Diario de León" el sábado 23 de diciembre del 2017: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/tiempo-navidad_1213788.html
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