@MendozayDiaz

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martes, 20 de agosto de 2019

Vivir al revés.


Sin perder una mirada esperanzada sobre la realidad actual, es innegable que algunas leyes que se han ido promulgando en los últimos decenios en la mayoría de los países del mundo occidental atentan contra la dignidad de la persona humana, la institución del matrimonio y de la familia, la libertad religiosa y de educación. Ámbitos conquistados por una indiferencia vital, que desconoce el bien y el mal, la verdad y el error. Se niega hasta la existencia de la misma naturaleza humana. Vivimos inmersos en una “dictadura del relativismo”. La gran influencia del pensamiento cartesiano en la mentalidad moderna ha llevado a que el propio pensamiento se convirtiera, para muchos, en la única ley para todos los órdenes; cerrándose de este modo a la verdad, a lo objetivo y real: si hay algo que no-ven-con-su-cabeza: no será.

Personas que anhelan manifestar en conciencia y de forma pacífica lo que creen y son impedidas en nombre de la “no discriminación”: se puede hacer gala de ateísmo, pero no se pueden mostrar públicamente símbolos religiosos; se puede afirmar que cada uno decide su propia identidad sexual, pero no que uno es varón o mujer por naturaleza. La “no discriminación” acaba discriminando a una inmensa mayoría de personas, que no se atreven a expresar lo que en conciencia consideran justo, porque tienen miedo de ser juzgados, multados, e incluso encarcelados. Todo esto sucede no solo en los regímenes totalitarios sino en las supuestas naciones “libres” del mundo occidental. Libertad sí, pero no para todos.

El principio de que el deber ser viene definido, exclusivamente, por el voto de la mitad más uno me parece uno de los más insignes absurdos del pensamiento político dominante. Los números, torturados adecuadamente, te dirán cualquier cosa que desees: la democracia como absolutismo del número. Las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de veneno: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y, al cabo de un tiempo, se produce el efecto tóxico. El individualismo es un falso humanismo. El hombre no vive en sociedad por medio de un “contrato”, sino por una exigencia primaria de su modo de ser. La libertad no consiste en hacer cuanto a cada uno le apetezca, pues la libertad, en tal caso, se identificaría con la ley del más fuerte, que impondría sus antojos a los más débiles. Se trata simplemente de una actitud ante la historia y ante el problema de la condición humana. Entiendo la historia como una aventura de la que somos protagonistas, no sólo los hombres de hoy, sino la totalidad de los que han vivido.

Necesidad de acabar con lo que se denomina “impunidad verbal”. Esta idea me parece esencial y es importante no interpretarla, únicamente, en clave punitiva. La impunidad verbal exige responsabilizarse y responsabilizar a cada cual de aquello que afirma. La intransigencia, el silencio, la coacción y el rencor están reñidos con el liberalismo fundamental. No juzgar a las conciencias, sino a las ideas; no a la intimidad, sino a la conducta intencionadamente pública; no a las vidas, sino a las obras. Una vez más: el liberalismo no es una mera ideología, sino el ambiente indispensable para que todas ellas respiren. 

La fuerza transformadora de la memoria que evite en el futuro la legitimación de violencias pasadas y de las ideologías que las han sustentado. El principio democrático, el principio de legalidad y los derechos humanos sólo alcanzan su pleno significado si se piensan de forma conjunta: no hay democracia sin disfrute de los derechos humanos, pero tampoco puede haber tal disfrute sin un respeto escrupuloso a la ley democrática, en tanto expresión de la voluntad popular. Si la civilización quiere sobrevivir, tiene que optar por el respeto, garantía de un mundo mejor.

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