Hace
meses coincidí con el profesor Sosa Wagner en el mismo vagón del tren a Madrid.
Él iba sentado en dirección contraria al sentido de la marcha, en una plaza de
las que comparte mesa con otras tres, y yo frente a él, dos filas más allá.
Desde que el tren se puso en marcha comenzó a leer, un libro en alemán; a
continuación, otro en español. Una hora después se levantó, volvió a los pocos
minutos, se sentó, sacó un cuaderno de su maletín y se pudo a escribir. Así
estuvo durante casi otra hora. Un edificante ejemplo de aprovechamiento del
tiempo.
Le
observaba cómo escribía: es un declarado grafómano, todo lo escribe, dicen. He
disfrutado leyendo varios de sus libros. La última vez, sus “Memorias europeas”
(las leí en el verano del año 15): un delicioso relato en el que aprendí desde
cuestiones relevantes sobre el funcionamiento de la administración europea, el
poder de los grupos de presión (y con ejemplos concretos de cómo se las gastan)
hasta cuál es una buena librería en Bruselas o Burdeos; donde se comen las
mejores habas tiernas y chanquetes en Jaén, el mejor arroz en la playa de la
Malvarrosa o el postre que uno no se puede perder en Estambul. Y también
cuestiones más prosaicas como el motivo por el que suele lucir su pajarita.
Todo ello aderezado con un caudal de anécdotas y de citas cultas.
Junto
a él, pero al otro lado del pasillo, viajaba un joven ciudadano que por su
aspecto -y por su olor- pareciera que la última vez que se aseó fue cuando los
años empezaban por 19... Pasó el viaje despatarrado, a ratos durmiendo a ratos
hablando por el móvil. Y entre una y otra “actividad” bebía de una lata cuya
marca yo desconocía (nunca ha existido una época más fértil que la nuestra en
la invención de bebidas novísimas y de nombres extraños), eructaba y durante un
tiempo perdía la mirada en algún mundo paralelo… Volvía cuando sonaba su móvil:
es cierto que las palabras matan más que los estoques. Sus conversaciones le
retrataban: su ignorancia era demasiado honrada y deslumbradora. Y no me
preguntes porqué, pero comencé a reflexionar sobre si era justo -razonable- que,
en unas elecciones, el voto de D. Francisco Sosa Wagner tuviera el mismo valor
que el de este personaje. Ahora entiendo por qué se dice que Churchill vacilaba
en sus convicciones democráticas cuando conocía y hablaba con un elector.
Salí
algo deprimido de ese ejercicio, pensando en lo que le espera a España con una
juventud tan toscamente formada. Gentes con mucha información y poca formación.
La democracia no es votar, es elegir: pero para elegir hay que conocer. Y el
periodo formativo del hombre sólo acaba con la muerte. Nunca se sabe bastante
ni se es suficientemente perfecto. La vida es una constante creación de la
propia calidad. La técnica ha transformado radicalmente el régimen existencial
del hombre. Actualmente se menosprecia lo cualitativo. Estoy en contra del
relativismo cultural: somos iguales, pero no somos lo mismo. No podemos cerrar
los ojos ante, por ejemplo, la humillación del velo, de la ablación, de los
casamientos a la fuerza, o ante generaciones de personas -de electores-
culturalmente averiadas. Lo importante para los esclavos del marketing y de la
demoscopia, es cambiar el nombre a las cosas para ver si, de esta manera,
consiguen cambiar la realidad. O sea, pervertir el lenguaje para pervertir la
política. La existencia de instrumentos exteriores de configuración de la
opinión ha concluido por modificar el alcance de la soberanía.
Los
últimos acontecimientos en Cataluña están siendo una oportunidad para el redescubrimiento
y actualización de verdades. Votar es democrático. Y también lo es decidir
sobre qué no se vota y dónde reside la competencia para votar una cosa u otra.
Con Franco no teníamos democracia, pero tuvimos muchos referéndums. Con
diecisiete relatos de una historia común no hay país que afronte su futuro con
garantías de éxito. En España hay, ahora, muchas personas que quieren la
República como se quiere una corbata verde, sin saber por qué. La forma de
estado no es tan importante: lo que importa es la calidad democrática del
sistema.
Lo
que no cabe es hacer crítica sin apoyarse en una tabla de valores, en unas
convicciones. El crítico arranca de unos principios, califica según unos
baremos previos. Desde tiempos de Platón se viene repitiendo que el pensamiento
es un diálogo del alma consigo misma. Y así lo creo firmemente. Como creo
también en la eficacia intelectual y política del diálogo con "el
otro". Nuestro país está muy menesteroso de ambas cosas. Debemos de huir
de la eyaculación panfletaria. Pienso que hasta las discrepancias más frontales
y los juicios más adversos pueden -deben-
formularse con corrección, decoro y distancia. En estas circunstancias, tan
delicadas, los comentarios deberían ser, al menos, dechado de objetividad,
desapasionados, abiertos. En línea con los valores de nuestra cultura
humanista: diálogo, libertad e inteligencia.
Todo
ciudadano debe asumir su condición política, tener la posibilidad de votar a
aquellas personas que representen mejor que nadie sus ideas, "mancharse
las manos" y empeñarse en la lucha de mejorar la cosa pública. Contribuir
-con su acción política y/o con su voto- a que el Parlamento esté lleno de
ciudadanos que piensen que la política ha de servir para hacer posible lo que
es necesario. Sin olvidar que no actuar es otra forma de actuar.
Publicado, en "Diario de León",http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/voto-sosa-wagner_1197968.html el lunes 23 de octubre del 2017: