En estos días ha sido la Feria del Libro en León. En el establecimiento de la Librería Universitaria me encontré con “El alma de la toga”; y ya su título me resultó tan sugerente, que me lo compré…
D. Ángel Ossorio y Gallardo (1873-1946) tuvo una vida plena de responsabilidades profesionales y políticas.
Fue Presidente de la Academia de Jurisprudencia y Legislación, y del Ateneo de Madrid. Gobernador de Barcelona y Ministro de Fomento durante el reinado de Alfonso XIII. Diputado en varias legislaturas. En la II República fue Presidente de la comisión que elaboró la Constitución Española de 1931, y Embajador.
Bien, pues después de una vida tan intensa, poco antes de morir, reconoció a sus amigos, en Buenos Aires (donde se exilió tras la Guerra Civil), que su mayor satisfacción fue ser abogado.
Años antes, en junio de 1919, en el apogeo de su profesión, escribió “El alma de la toga”. Un libro muy oportuno para quien se inicia en el ejercicio de la abogacía pues está repleto de sabios consejos fundamentados en su experiencia.
A pesar de su brevedad trata muchos asuntos que invitan a pensar.
Como cuando escribe sobre quién es Abogado, y la diferencia con el Licenciado en Derecho.
La moral del abogado. Su sensibilidad, su cordialidad; el “desdoblamiento psíquico”. Su independencia.
El mundo nos utiliza y respeta en tanto que tengamos “la condición del amianto”: poder y riqueza, fuerza y hermosura, todas las incitaciones, todos los fuegos de la pasión han de andar entre nuestras manos sin que nos quememos…
Cuando habla sobre el sistema de trabajo, aconseja que antes de coger la pluma hay que estudiar los documentos y consultar libros. Y no confiar nunca en la capacidad de improvisación: el guión escrito es siempre indispensable.
Aunque considera que todas las horas son buenas para trabajar, recomienda especialmente las primeras de la mañana (desde la seis hasta la diez) porque “antes de las diez de la mañana podemos dar al trabajo nuestras primicias y, después de la diez de la noche, no le concedemos sino nuestros residuos…”.
Partidario del uso de la palabra en la resolución de conflictos: “se adelanta más en media hora de conversación que en medio año de correspondencia”.
Sobre la oratoria forense hace recomendaciones sencillas pero muy prácticas, muy útiles para el ejercicio de la profesión, como cuando afirma que “la brevedad es el manjar preferido de los jueces…”.
Defiende una oratoria breve, clara, concreta, cortés, amena y que cuide el léxico.
Leer es esencial, también para un abogado. Cuando no se lee, nos recuerda, “viene el atasco intelectual, la atrofia del gusto, la rutina para discernir y escribir, los tópicos, los envilecimientos del lenguaje…”.
Me sorprende que trate asuntos que entonces eran de actualidad y que hoy, casi cien años después, lo continúen siendo como la especialización, el trabajo de los jueces (“hay mucha más abnegación y virtud de la que el vulgo supone”), la abogacía y la política, la “defensa de los pobres” (justicia gratuita), la función de los colegios profesionales o la utilización de la toga (“todas las apariencias tienen su íntimo sentido”).
Personalmente me encantó esta frase: “Hay que estudiar, hay que leer, hay que apreciar el pensamiento ajeno, que es tanto como amar la vida, ya que la discurrimos e iluminamos entre todos”.
Recomiendo la lectura de este libro. A mí me ha nutrido con puntos para pensar. Y me he divertido conociendo nuevas palabras como rábula, curialete, fuste, ganapán, petimetre o tresillista…jajaja.
A pesar de los años transcurridos desde su primera edición (1919), mantiene su vigencia y, quizá por eso, “El alma de la toga” es reconocida como un verdadero clásico de la literatura jurídica.