@MendozayDiaz

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sábado, 25 de mayo de 2013

La última lección de un maestro.

Don Sebastián tenía un primer apellido impronunciable (para mí). Mucha consonante y poca vocal…

Su historia -o más bien, la de su familia- era novelable. 

Hijo de un marinero holandés que se quedó en tierra por amor. A comienzos del siglo pasado su barco hizo una escala técnica en Valparaiso, y conoció a una joven con la que compartió el resto de su vida.

Don Sebastián fue un profesor querido y respetado, auténtico prestigio. 

Me distinguió con su amistad y, el día de su última clase en la escuela de negocios en la que trabajaba, me invitó. 

El aula estaba repleta y había expectación sobre cuál sería el tema que trataría el maestro en su última clase. 

Cuando entró en el aula le recibimos con un caluroso aplauso. A veces, uno expresa mejor los afectos de esta forma tan primaria. Había mucho que agradecer. Casi cincuenta años educando personas.

Don Sebastián, de pie, con un dominio escénico total, nos miraba atentamente hasta que el silencio fue total, y dijo: Vamos a hacer un experimento.

Debajo de la mesa sacó un recipiente de vidrio de unos cinco litros, que puso encima con mucho cuidado. 

Luego sacó unas piedras, del tamaño de las pelotas de tenis, y las introdujo, ceremoniosamente, una por una, en el gran tarro.

Cuando el recipiente se llenó hasta el borde y era imposible agregarle una sola piedra más, levantó lentamente los ojos y nos preguntó:

¿Les parece que el tarro está lleno?

Todos respondimos que sí.

Esperó unos segundos e insistió: ¿Están seguros?

Entonces,  se agachó de nuevo y sacó de debajo de la mesa un recipiente lleno de piedrecillas. 

Con mucho cuidado, agregó las piedrecillas sobre las piedras grandes y sacudió ligeramente el tarro. Las pequeñas piedras se infiltraron entre las grandes, hasta el fondo del tarro.

El maestro levantó nuevamente los ojos hacia su auditorio y reiteró su pregunta:

¿Les parece que el tarro está lleno?

Esta vez, uno de los presentes que ya había captado su mensaje respondió: ¡Probablemente no!

Bien, sentenció Don Sebastián.

Se agachó nuevamente y esta vez sacó de debajo de la mesa una bolsa de arena. 

Con mucho cuidado agregó la arena al tarro. La arena rellenó los espacios existentes entre las piedras y las piedrecitas. 

Una vez más, preguntó: ¿Les parece que el tarro está lleno?

Esta vez, sin pensarlo dos veces y al unísono, respondimos:

¡No!

¡Bien!, afirmó nuestro querido profesor.

Y tal y como se esperaba, cogió la botella de agua que estaba sobre la mesa y llenó el recipiente hasta el tope. Don Sebastián levantó entonces los ojos hacia los presentes y preguntó:

¿Qué gran verdad nos demuestra esta experiencia?

Inmediatamente alguien que estaba sentado en las primeras filas respondió:

Esto demuestra que incluso cuando creemos que nuestra agenda está completamente copada, si lo deseamos realmente, podemos agregar más citas, más cosas para hacer.

No, respondió el maestro con un aire de contrariedad. 

No es eso. La gran verdad que nos muestra esta experiencia es que si uno no mete, en primer lugar, las piedras grandes en el tarro, difícilmente las podrá introducir después.

Hubo un gran silencio, y de pronto un gran aplauso.

Don Sebastián pidió silencio con un gesto, y dijo: En tu vida ¿cuáles son las piedras grandes? : ¿la salud? ¿el matrimonio? ¿los hijos? ¿los amigos? ¿el dinero? ¿el trabajo? ¿la formación? ¿una vida cómoda? ...

Que cada uno lo piense.

Lo importante es identificar esas piedras grandes y meterlas -en primer lugar- en el recipiente de nuestra vida. Si no, uno se arriesga a no lograr... la vida. 

Si uno le da prioridad a las piedrecitas, a la arena, uno llenará su vida de cosas menores y no realizará las importantes.

Entonces no olviden la pregunta, repito:

¿Cuáles son las piedras grandes en mi vida?

Y no se olviden de introducirlas, inmediatamente, y en primer lugar, en el tarro de sus vidas.

Orden en las ideas, orden en los afectos, orden en las actividades.

Esta es la única tarea para hoy. La clase ha terminado. 

Y se fue.

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