Publicado en "Diario de León" el viernes 13 de diciembre del 2019: https://www.diariodeleon.es/articulo/opinion/fidelidad-y-felicidad/201912131021101967339.html
Todos queremos ser felices. Ahora
bien: la existencia humana tiene reglas y, si no se observan, el resultado
puede ser la pérdida de la felicidad o la incapacidad para ser feliz. Como
algunas personas desconocen estas leyes, la ignorancia es la causa de que
muchas veces no las consideren. Pero las reglas siguen en vigor; y, más temprano
que tarde, se pagan las consecuencias de habérselas saltado. En muchos casos, la
ignorancia puede resultar muy gravosa. Así ocurre, por ejemplo, con la
fidelidad en el matrimonio.
El matrimonio parece estar en
declive. Sin embargo, uno encuentra muchas excepciones: tantos matrimonios
felices que son, a la vez, hogares dichosos. Hay que aprender a amar. Esa
lección requiere tiempo, y puede resultar incluso más dura cuando uno progresa.
Pero si se persevera, se aprende. A fin de cuentas, es así como enfocamos otros
aspectos importantes de la vida: un negocio o una profesión, por ejemplo. Para
salir adelante como médico o abogado, es preciso estudiar durante años en una
universidad o en una escuela especializada y, después de sacar un título, hay
que seguir formándose. Incluso entonces, tras años de constante esfuerzo, tal
vez no se logra el éxito profesional esperado.
Aunque el matrimonio puede hacer
felices a las personas, no lo consigue sin esfuerzo. La felicidad no se gana
fácilmente; exige lucha. La felicidad fácil habitualmente no es duradera. Por
tanto, un matrimonio feliz sin esfuerzo es una quimera. Un marido o una mujer
no son bienes que se adquieren, como se puede adquirir un coche. Te buscas un
modelo que te guste, fácil de usar, y que requiera el mínimo esfuerzo para su
mantenimiento; luego lo cambias en cuanto se hace un poco viejo o las piezas
comienzan a fallar…
La felicidad en el matrimonio
exige esfuerzo. La felicidad no es posible -ni dentro del matrimonio, ni fuera
de él- para quien está empeñado en recibir más de lo que da. El amor conyugal
no fallece a causa de las riñas entre marido y mujer, sino por no saber
repararlas. Lo que mata el amor es la incapacidad de perdonar y de pedir
perdón. Las disputas que se reparan -aunque sean grandes- no destruyen el amor:
pueden incluso cimentarlo. Las que no se solucionan -aunque sean pequeñas- poco
a poco van envenenando la vida matrimonial y pueden llegar a hacerla
intolerable. Y la persona no aprenderá a amar si no vence su egoísmo. Esto
exige esfuerzo y lucha constantes, con los altibajos correspondientes.
La persona que se empeñe en
exigir una perfecta felicidad en el matrimonio necesariamente quedará
defraudada. Los matrimonios no duran porque los cónyuges se complementen
perfectamente, porque nunca disienten, porque jamás hayan tenido dificultad de
entenderse: no. Los matrimonios duran porque marido y mujer se empeñan en ello,
porque aprenden a entenderse. Es fácil sentirse enamorado; permanecer en el
amor es mucho más difícil. El amor auténtico debe amar a la otra persona con
sus defectos: querer a esa persona tal como realmente es. Y esto no es fácil.
El amor que esté dispuesto tan solo a amar a una persona inexistente no es tal.
A veces nos resulta difícil descubrir los puntos buenos de los demás. Muchas
veces, incluso, parece que tenemos mayor facilidad para ver los defectos que
para apreciar sus virtudes. Aprender a convivir. Esforzarse. El marido o la
mujer que reaccione así ya está mejorando como persona. El matrimonio es una
unión de dos personas corrientes, llenas por tanto de defectos.
Pero la fidelidad en el
matrimonio no sirve tan sólo para proteger el amor de los esposos; está
encaminada también -y de modo singular- a proteger el amor para los hijos: a
impedir que el ambiente de amor que les hace falta para su desarrollo y
felicidad se vea hecho añicos por la debilidad de uno o de ambos esposos, por
egoísmo o sencillamente por irreflexión. Que los hijos tienen derecho a la
fidelidad de sus padres es una verdad que conviene recordar, con frecuencia.
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