Uno
de nuestros enemigos actuales, más insistentes y más tenaces, pudiera ser la
ansiedad. La ansiedad y la agitación me parecen muy extendidas, y pueden hacer
estragos en la vida de muchos de nosotros. La ansiedad nos lleva a dramatizar
un asunto muchas veces trivial, porque vivimos con el alma agitada; y entonces
un suceso que no tenía por qué afectarnos, ha llegado a sacudirnos tanto que
nos produce una verdadera conmoción personal. De ahí que a veces sea difícil
entenderse, porque lo que uno vive con vehemencia es un asunto que para el otro
no tiene importancia. Tiene importancia sólo para la persona que está sacudida
por su propia ansiedad.
Entre
las posibles causas de la ansiedad, de la agitación o del agobio en el que
vivimos, quizá esté el impulso acelerado que llevan los acontecimientos y que
nos empuja a nosotros. Parece que todo sucede con incontrolable rapidez, y
muchas personas tienen cierta dolorosa impresión de extrañeza, de no tener
tiempo para poder asimilar la vertiginosidad movediza de los cambios que les
envuelven. Pero quizá se pueda decir que lo más doloroso es nuestra impresión
de que estas cosas pasan independientemente de nuestra voluntad, de que
nosotros estamos subidos a un caballo desbocado y no tenemos fuerzas, o no
tenemos habilidad, para poder detener su marcha o para gobernarla recuperando
la brida. Quizá una de las razones de nuestra ansiedad que más puede robarnos
el sosiego y la serenidad sea nuestra impresión de que algo se ha desbocado
independientemente de nuestras posibilidades de rectificación o de control.
Entonces podemos venir a parar a un cierto pesimismo. Porque en la situación
actual parece como si el hombre tuviera obligación o necesidad de intervenir en
todo, y así la angustia se acumula en su alma y el hombre está cada vez más
tenso, cada vez con mayores dificultades para el descanso e incluso para el
sueño.
A
veces llamamos actividad al movimiento; decimos que son activas las personas
que se mueven mucho… Quizá no corramos el peligro de convertirnos en esclavos,
pero corremos el peligro de convertirnos en autómatas. Sin darnos cuenta, vamos
poco a poco siendo gobernados, cada vez más, por decisiones indiferentes a
nuestros más importantes intereses. Se llega a pensar que la felicidad es como
una ensoñación que no tiene que ver con el vivir ordinario, con el vivir
concreto. Porque a veces sucede que relacionamos la felicidad con grandes
acontecimientos. Se piensa, por ejemplo, que la felicidad está relacionada con
poder adquirir de una manera inesperada, súbita, una gran cantidad de dinero; o
tener de pronto un triunfo profesional o familiar deslumbrante. La felicidad no
es palabra que tenga que ser sólo escrita con mayúsculas, con caracteres
luminosos y deslumbrantes; sino que la felicidad se puede vivir en lo pequeño,
en lo repetido, en sencillos trabajos y descubrimientos cotidianos.
La
nuestra no es una civilización que facilite la interioridad; peor aún, me
atrevería a decir que, en conjunto, es una civilización que combate la
interioridad con medios de una potencia inigualable: con la prisa, con la
productividad, con las redes sociales, con la velocidad, con la
superficialidad. Y ha dado lugar a este tipo de personas obsesionadas,
crispadas, apresuradas, sin tiempo; a este tipo de persona que ya no reflexiona
porque se nutre de tópicos o de consignas, o porque se ha convertido ya en un
robot especializado en cualquier clase de trabajo, o porque simplemente carece
de tiempo, de sosiego y hasta de gusto. Atrapados en ese cepo que la sociedad
super-desarrollada-de-hoy ha dispuesto tan sagazmente: vivir hacia fuera, no
hacia dentro; sustituir el pensamiento por la publicidad, la lectura por las
redes sociales, el silencio por el ruido, la intimidad por la exhibición, las
ideas por los tópicos y los argumentarios. Es una espantosa miseria la del
hombre moderno, un siniestro legado el que recibe la juventud de hoy.
Es
probable que, por la velocidad habitual del ajetreo diario que vivimos, haya
cosas esenciales que se nos escapan de la conciencia y, sin mala intención, no
las advirtamos. Una de ellas es que varios episodios de las personas que
conviven con nosotros dependen, en cierto modo, de nosotros, de nuestro
comportamiento. Pero tampoco se nos debe escapar que episodios, tal vez claves,
de la biografía de seres menos próximos (compañeros de trabajo, por ejemplo) también
pasan por nuestras manos. Acciones u omisiones -nuestras- que no han sido
indiferentes en esas historias que en un momento han convergido con la historia
personal. Un silencio cómplice, una actuación injusta, un mal ejemplo puede
dejar marcas, cicatrices... Como también una palabra acertada, una muestra de
cariño desinteresado, una mano que se tendió en el momento oportuno, un ejemplo
positivo, pueden haber contribuido a hacer de esas vidas algo mejor de lo que
hubieran sido.
Publicado en "Diario de León", hoy, domingo 11 de febrero del 2018: http://www.diariodeleon.es/noticias/opinion/virus-prisa_1226064.html