Hay
un tipo de personas que dan la impresión de estar anestesiados, u ocupados en
cosas inútiles o buscando cualquiera de los modos de evasión más a su alcance
(alcohol, sexo, drogas o teorías). Habitualmente se trata de gente joven que
pretende encontrarse a sí misma en la búsqueda de experiencias nuevas, o
intenta afirmarse en actitudes de rebeldía o exasperación, y que, a veces,
producen inmensa tristeza, sobre todo cuando a los veinte años -y aun antes-
han agotado todas las experiencias y han perdido todas las ilusiones,
convertidos en viejos prematuros, con una vida estéril que no sirve para nada
porque no sirve a nadie.
Esta
civilización que estamos viviendo, en medio de muchas cosas excelentes,
resultado de aportaciones pacientemente acumuladas, cribadas y perfeccionadas
por muchas generaciones, no tiene como característica el sosiego que incita a
la reflexión. No es una civilización que facilite la interioridad; peor aún, me
atrevería a decir que, en conjunto, es una civilización que combate la
interioridad con medios de una potencia inigualable: con la prisa, con la productividad,
con las redes sociales, con la velocidad, con la superficialidad. Y ha dado
lugar a este tipo de personas obsesionadas, crispadas, apresuradas, sin tiempo;
a este tipo de persona que ya no reflexiona porque se nutre de tópicos o de
consignas, o porque se ha convertido ya en un robot especializado en cualquier
clase de trabajo, o porque simplemente carece de tiempo, de sosiego y hasta de
gusto. Atrapados en ese cepo que la sociedad super-desarrollada-de-hoy ha
dispuesto tan sagazmente: vivir hacia fuera, no hacia dentro; sustituir el
pensamiento por la publicidad, la lectura por las redes sociales, el silencio
por el ruido, la intimidad por la exhibición, las ideas por los tópicos y los
argumentarios. Es una espantosa miseria la del hombre moderno, un siniestro
legado el que recibe la juventud de hoy.
Hoy
el hombre en general, y una parte de la juventud en particular, han destruido
las murallas que le defendían y aseguraban su integridad frente a las fuerzas
destructoras. Han destruido los “mitos”, han terminado con los “tabús”. Y, en
realidad, lo que han destruido, lo que han aniquilado, es la verdad en nombre
de la libertad, y para ser “libre” la han sustituido por ilusiones, sueños,
optimistas visiones del porvenir, teorías tan brillantes como carentes de
fundamento. Hace mucho tiempo que se está edificando sobre arcilla sistema tras
sistema, teoría tras teoría. Sólo impresiones, sentimientos, opiniones,
teorías, emociones, hipótesis e inestabilidad, todo fluyendo. No hay justicia
sin unos principios verdaderos válidos para todos.
Hoy
se están empleando palabras grandes y sonoras, pero muchas veces lo que
encubren es hediondo. Faltan grandes ideales, metas de gran altura y ambición. Uno
acaba vacío y cansado de tanto cambio efímero y de tanto esfuerzo inútil. De
estar constantemente elaborando teorías que sustituyan a las que acaban de
caducar, y al final todo es un gigantesco artificio, una especie de juego
convencional en el que todo son hipótesis provisionales en sucesiva bancarrota.
El hombre es libre, pero no es independiente. La limitación y la dependencia
son connaturales al hombre por el mero hecho de serlo. Si todo hombre está
vinculado a algo, o a alguien, la calidad de la libertad depende de la calidad
del vínculo que, al atarle, da la referencia de la elección que el hombre hace.
No se dice que un animal, o una planta o una piedra, sean seres libres, aunque,
por ejemplo, un perro pueda ir a una parte u otra, o una planta crezca
libremente. Y una persona sí puede pensar, reflexionar, conocer, querer; y las
personas sí son responsables.
Las
estructuras no hacen más que reflejar lo que los hombres llevamos dentro:
nuestro concepto del mundo, de las cosas, de nuestras relaciones, de la
existencia misma. No nos engañemos. Si un problema se plantea bien, hay muchas
probabilidades de que se resuelva bien; pero si se plantea mal, sería un
milagro encontrar como resultado una solución adecuada. Si queremos mejorar el
mundo, éste que tan injusto encontramos, lo primero que hace falta es que nosotros
mismos mejoremos; y luchemos por arrancar de nuestro propio interior la
injusticia y el egoísmo, la ley del mínimo esfuerzo y la soberbia, la ira; en
fin, todos estos criterios tan de hoy y que tan profundamente se nos han metido
dentro. En vez de juzgar a los demás, pero jamás entrar en juicio consigo
mismo; acusar a los demás, pero evitar, por todos los medios, contemplar el
propio mundo interior, no sea que uno tenga que ocuparse, con urgencia, de sí
mismo porque se encuentre tan mal como la sociedad que quiere cambiar.